Todo lo que un hombre pueda imaginar

“No sé lo que puede ser la conciencia de un canalla, pero sé lo que es la conciencia de un hombre honrado: algo aterrador.”

(Abel Hermant)

Simplificando hasta la grosería, el devenir de Occidente puede ser visto como una evolución desde un orden simbólico de signo animista teísta hasta un orden simbólico de signo mecanicista. La idea original de un Dios demiurgo, protector, patriarcal y sancionador, a imagen y semejanza de la sociedad que lo crea, cede a los embates de racionalistas y positivistas, que propician la sistematización científica. La desorientación que sucede a la “muerte” de Dios, la idea de un Dios que abandona a sus criaturas a su libre albedrío, conducen al hombre occidental, en su sempiterna lucha contra sí mismo y con el mundo, a la sustitución de un símbolo por otro. La Ciencia se erige en nuevo Dios, principio protector y ordenador del mundo. El mundo mismo, lo real, ahogado por el orden simbólico, que es la genuina aportación del ser humano, sigue siendo considerado como un universo mecánico y utilitario, lo que no es nuevo, pero ahora con unas posibilidades de intervención sobre él, de manipulación de la vida como mecanismo, cuyo crecimiento desordenado está lejos de haber cesado y cuyo triste balance padece toda la Humanidad.


El conflicto del hombre con Dios traduce su conflicto con el mundo. La Ley de Dios y las leyes científicas se articulan en paralelo, como sistemas de prohibiciones-prescripciones que sustituyen la inteligencia por el conocimiento, la atención por el saber, el todo por la parte. La exacerbación de la voluntad de conocer lo que está “fuera” distrae del conocimiento de lo que hay “dentro”; la separación entre un “fuera” y un “dentro” implica conflicto y desconcierto. La propia evolución científica y el escepticismo de utopistas y románticos dan como resultado la idea de la ciencia como principio desordenador, focalizada en la figura del científico desequilibrado. Por razones obvias, el desarrollo de esta idea no tiene lugar entre los tubos de ensayo, sino en los fértiles campos de la ficción, y menos en las páginas de vulgarización científica, demasiado deslumbrada por la técnica (Verne), que en los intentos de inspiración filosófica y social (Wells). En el fondo de la desacralización de la ciencia late la conciencia de que no se puede explicar el universo desde un cerebro, un telescopio o una bragueta, de que no se puede comprender la totalidad desde el fragmento.
Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con una modesta serie B concebida para un público de lectores de tebeos por una productora que tenía cosas más importantes en que pensar, y encomendada por eso mismo al director de las películas de Lassie?

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