La dignidad del emplumado (y II)

“En la reserva en la que crecí, el único entretenimiento era la sesión de cine nocturna en el sótano de la iglesia. Me crié con los indios y los vaqueros, y nosotros siempre íbamos con los vaqueros, sin darnos cuenta de que éramos los indios”
(Neil Diamond, cree)

 

“Ser indio era tan desventajoso que ahora muchos indios no quieren que les llamen indios”
(Tom Dion, houma)

 

“Actuar como un indio es la cosa más fácil del mundo, porque el piel roja carece prácticamente de emociones”
(Ernest A. Dench, 1915)

Casado en 1936 con Bertha “Birdie” Parker, sobrina nieta del prestigioso jefe seneca Hasanoanda y primera mujer india licenciada en Arqueología, tan pronto como su posición entre los bufones se lo permitió empezó a rastrear con ella las huellas de las culturas indias norteamericanas, a relacionarse con sus hermanos de otras reservas, a coleccionar arte, indumentarias, tocados, armas y aperos. Reunió filmaciones de indios y las alquilaba a los estudios que rodaban westerns: abarataba costes a la vez que introducía pinceladas fidedignas en los films, a despecho de la calidad e intenciones de éstos. Se convirtió en un experto en lenguas indias, incluido el lenguaje gestual, y en técnicas, hábitos, folklore e historia de los pueblos originarios de Norteamérica. Como asesor de muchos de los films que interpretó, se empeñó en que los personajes nativos hablaran correcto idioma indio en lugar de incorrecto inglés. Enseñó a poderosos directores y sufridos artesanos cómo vivían y sentían en realidad las distintas tribus. Y, poco a poco, los westerns indios empezaron a ser y a sonar de otra manera. Estuvo en Buffalo Bill (DeMille, 1936), La diligencia (Ford, 1938), Murieron con las botas puestas (Walsh, 1941), Fort Apache (Ford, 1947), La Puerta del Diablo (Mann, 1949), Flecha rota (Daves, 1950), Centauros del desierto (Ford, 1955), La ley del Talión (Daves, 1956), Yuma (Fuller, 1956) y muchos otros. Fue el más convincente Caballo Loco de la pantalla en Sitting Bull (1954) y La gran matanza sioux (1965), ambos de Sidney Salkow. Era el hombre medicina que iniciaba a Richard Harris en los ritos de purificación sioux (Un hombre llamado Caballo, Elliot Silverstein, 1969). En uno de sus últimos films, Águila Gris (Charles B. Pierce, 1977), interpretó a Oso Erecto, el único jefe que ganó un pleito legal por la conservación de su tierra. En los años 60 fundó una asociación para promover el empleo de actores indios en papeles indios, convirtió en museo su colección de objetos autóctonos y extendió su incansable actividad a otros museos, centros educativos y organizaciones indias. Prestó su rostro, abrupto como los Apalaches de sus ancestros, a varias campañas publicitarias en favor de mejoras en las condiciones de vida de los indios de las reservas y por la conservación del equilibrio medioambiental. Contó su vida a Collin Perry, que la publicó en forma de libro (Iron Eyes: My Life as a Hollywood Indian, 1982). Y después de todo, de noventa inviernos y dos centenares de películas, de ser la imagen de una campaña institucional contra la contaminación ambiental en la que vertía una única lágrima (de glicerina: los indios no lloran) y que hizo más por su celebridad que toda su filmografía (y, aseguran, contribuyó a reducir en treinta y ocho estados la presencia de basura en entornos naturales un 88 por ciento; los americanos son así: dan miedo hasta cuando lo hacen bien), a una plumilla de Nueva Orleans, ciudad de tahures, le dio por husmear entre las partidas de bautismo de un remoto pueblecito de Louisiana, hablar un poco con cierta hermanastra, y América se desayunó con la noticia de que el viejo superviviente cherokee, miembro del consejo de ancianos de la tribu, el hombre que más había hecho desde la industria del cine por el reconocimiento de los nativos americanos, el emblema del mito de pureza espiritual de toda una raza, era un inmigrante italiano pobre de segunda generación.

“Durante mis años como director ejecutivo del Congreso Nacional de Indios Americanos, raro era el día que no venía a mi oficina alguna persona blanca proclamando orgullosamente que él o ella descendía de los indios. La tribu más elegida era la cherokee, y muchos situaban a los cherokees en cualquier lugar entre Maine y el estado de Washington. Al final llegué a comprender su necesidad de identificarse parcialmente como indios, y no me lo tomaba a mal”
(Vine Deloria, Jr., sioux, 1969)

 

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La dignidad del emplumado (I)

“Si fuera sólo la historia de mi vida, creo que no la diría; pues ¿qué es un hombre para que dé tanta importancia a sus inviernos, aunque le encorven como una recia nevada?”

Los funerales de John Ford en Hollywood, el 5 de septiembre de 1973, congregaron a buen número de celebridades. El espectador peor entrenado hubiese reconocido allí a John Wayne, James Stewart, Henry Fonda o Charlton Heston. Y, sin embargo, la sensación del día resultó ser un perfecto desconocido para los cazadores de autógrafos. Su llegada desató la histeria entre reporteros televisivos y fotógrafos de prensa, que lo tuvieron subiendo y bajando la escalinata de la iglesia mientras hacían chasquear los disparadores de sus cámaras. Era un hombre ya anciano pero erguido majestuosamente, ataviado con chaqueta, pantalones y mocasines de gamo adornados aquí y allá con pinturas de vivos colores, su metro ochenta largo coronado por un penacho de plumas blancas y negras que le caían por la espalda, flotando entre los rígidos cuerpos enlutados. Era Iron Eyes Cody. Entre la imagen humillada del indio de madera a la puerta de los estancos y esta figura empenachada sometiéndose a la frivolidad de la prensa, median ochenta años de lenta y dolorosa recuperación de la dignidad masacrada.

“He imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún”
(Jorge Luis Borges: Tema del traidor y del héroe)

En la tierra de promisión, ser indio era peor que ser chino o hispano, y todavía peor que ser negro. Los chinos lavaban la ropa sucia y hasta los negros podían viajar en la parte trasera de los tranvías, pero los indios necesitaban un salvoconducto para abandonar los confines de sus reservas y una excelente razón para solicitarlo. Los negros eran tan esclavos de la libre empresa como los blancos pobres, pero los indios eran cautivos del Ministerio de Defensa, prisioneros de guerra nada menos. Para los indios con algo que expresar había dos salidas: despertar la curiosidad de algún antropólogo excéntrico o hacerse bufón. Entre los que optaron o fueron conminados a prostituir las tradiciones de su pueblo, hubo un cherokee de nombre Pluma Larga.

“Mata al indio y salvarás al hombre”
(capitán Richard H. Pratt, sobre la necesidad de civilizar a los indios, 1892)

 

 

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Todo lo que un hombre pueda imaginar

“No sé lo que puede ser la conciencia de un canalla, pero sé lo que es la conciencia de un hombre honrado: algo aterrador.”

(Abel Hermant)

Simplificando hasta la grosería, el devenir de Occidente puede ser visto como una evolución desde un orden simbólico de signo animista teísta hasta un orden simbólico de signo mecanicista. La idea original de un Dios demiurgo, protector, patriarcal y sancionador, a imagen y semejanza de la sociedad que lo crea, cede a los embates de racionalistas y positivistas, que propician la sistematización científica. La desorientación que sucede a la “muerte” de Dios, la idea de un Dios que abandona a sus criaturas a su libre albedrío, conducen al hombre occidental, en su sempiterna lucha contra sí mismo y con el mundo, a la sustitución de un símbolo por otro. La Ciencia se erige en nuevo Dios, principio protector y ordenador del mundo. El mundo mismo, lo real, ahogado por el orden simbólico, que es la genuina aportación del ser humano, sigue siendo considerado como un universo mecánico y utilitario, lo que no es nuevo, pero ahora con unas posibilidades de intervención sobre él, de manipulación de la vida como mecanismo, cuyo crecimiento desordenado está lejos de haber cesado y cuyo triste balance padece toda la Humanidad.


El conflicto del hombre con Dios traduce su conflicto con el mundo. La Ley de Dios y las leyes científicas se articulan en paralelo, como sistemas de prohibiciones-prescripciones que sustituyen la inteligencia por el conocimiento, la atención por el saber, el todo por la parte. La exacerbación de la voluntad de conocer lo que está “fuera” distrae del conocimiento de lo que hay “dentro”; la separación entre un “fuera” y un “dentro” implica conflicto y desconcierto. La propia evolución científica y el escepticismo de utopistas y románticos dan como resultado la idea de la ciencia como principio desordenador, focalizada en la figura del científico desequilibrado. Por razones obvias, el desarrollo de esta idea no tiene lugar entre los tubos de ensayo, sino en los fértiles campos de la ficción, y menos en las páginas de vulgarización científica, demasiado deslumbrada por la técnica (Verne), que en los intentos de inspiración filosófica y social (Wells). En el fondo de la desacralización de la ciencia late la conciencia de que no se puede explicar el universo desde un cerebro, un telescopio o una bragueta, de que no se puede comprender la totalidad desde el fragmento.
Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con una modesta serie B concebida para un público de lectores de tebeos por una productora que tenía cosas más importantes en que pensar, y encomendada por eso mismo al director de las películas de Lassie?

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