Logomaquia taurómaca

«Es un hecho de evidencia arrolladora que, durante generaciones, fue, tal vez, esa Fiesta la cosa que ha hecho más felices a mayor número de españoles… Sin tenerlo con toda claridad, no se puede hacer la historia de España desde 1650 a nuestros días.» (José Ortega y Gasset)

«La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás: en otras se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos, y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?» (Gaspar Melchor de Jovellanos)

«Hablar sobre los toros supone movilizar las ideas de religión, la idea de cultura, la idea de derecho… es decir, pone en contribución todas las ideas fundamentales de nuestras constelaciones filosóficas, y por tanto es una cuestión que no puede tratarse a la ligera, de un modo banal, por agresivo que sea, sino que exige una reflexión muy distinta de carácter filosófico.» (Gustavo Bueno)

«La filosofía es el arte de intentar ordeñar un toro a oscuras.» (Joan Fuster)

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Todo lo que un hombre pueda imaginar

“No sé lo que puede ser la conciencia de un canalla, pero sé lo que es la conciencia de un hombre honrado: algo aterrador.”

(Abel Hermant)

Simplificando hasta la grosería, el devenir de Occidente puede ser visto como una evolución desde un orden simbólico de signo animista teísta hasta un orden simbólico de signo mecanicista. La idea original de un Dios demiurgo, protector, patriarcal y sancionador, a imagen y semejanza de la sociedad que lo crea, cede a los embates de racionalistas y positivistas, que propician la sistematización científica. La desorientación que sucede a la “muerte” de Dios, la idea de un Dios que abandona a sus criaturas a su libre albedrío, conducen al hombre occidental, en su sempiterna lucha contra sí mismo y con el mundo, a la sustitución de un símbolo por otro. La Ciencia se erige en nuevo Dios, principio protector y ordenador del mundo. El mundo mismo, lo real, ahogado por el orden simbólico, que es la genuina aportación del ser humano, sigue siendo considerado como un universo mecánico y utilitario, lo que no es nuevo, pero ahora con unas posibilidades de intervención sobre él, de manipulación de la vida como mecanismo, cuyo crecimiento desordenado está lejos de haber cesado y cuyo triste balance padece toda la Humanidad.


El conflicto del hombre con Dios traduce su conflicto con el mundo. La Ley de Dios y las leyes científicas se articulan en paralelo, como sistemas de prohibiciones-prescripciones que sustituyen la inteligencia por el conocimiento, la atención por el saber, el todo por la parte. La exacerbación de la voluntad de conocer lo que está “fuera” distrae del conocimiento de lo que hay “dentro”; la separación entre un “fuera” y un “dentro” implica conflicto y desconcierto. La propia evolución científica y el escepticismo de utopistas y románticos dan como resultado la idea de la ciencia como principio desordenador, focalizada en la figura del científico desequilibrado. Por razones obvias, el desarrollo de esta idea no tiene lugar entre los tubos de ensayo, sino en los fértiles campos de la ficción, y menos en las páginas de vulgarización científica, demasiado deslumbrada por la técnica (Verne), que en los intentos de inspiración filosófica y social (Wells). En el fondo de la desacralización de la ciencia late la conciencia de que no se puede explicar el universo desde un cerebro, un telescopio o una bragueta, de que no se puede comprender la totalidad desde el fragmento.
Ahora bien, ¿qué tiene todo esto que ver con una modesta serie B concebida para un público de lectores de tebeos por una productora que tenía cosas más importantes en que pensar, y encomendada por eso mismo al director de las películas de Lassie?

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Memoria del paraíso

A aquellos animales que conocí.

En los teatros romanos, la summa cavea era la parte superior del graderío y estaba destinada a los que, por una razón u otra, no eran reconocidos como ciudadanos. La plebe y los demás estamentos se repartían el resto de escalones de arriba abajo, en sentido inverso a su posición en la pirámide social. Más tarde, esa estructura se adaptó a los grandes teatros a la italiana y posteriormente a los cines en una progresiva simplificación de la división de espacios, más evidente cuanto más pequeña era la sala. Raras eran las que tenían dos plantas superiores. Lo más habitual era que tuvieran una o ninguna. Los cines con piso elevado se apartaban de la simplicidad estabularia que los establecimientos más modestos apenas conseguían disimular. Eran espacios que se construían más para ampliar el aforo que para contribuir a la asepsia social, y dadas las dimensiones tan reducidas que a veces tenían aquellos locales, el patio de butacas lo tenía difícil para validar aquella extraña lógica arquitectónica. No parecía para nada el lugar privilegiado que supuestamente era. A muchos, y sobre todo a los adolescentes que en los años sesenta y setenta no conocíamos más que los cines de pueblo no nos lo parecía, lo que nos atraía era el altillo. Hasta que no comenzamos a ir a los cines de estreno de la capital no supimos que la entrada para acceder a él era la más barata. De hecho, creíamos que los viejos se quedaban abajo para no tener que subir escaleras.

En Inglaterra, a la zona que está situada en la parte más alta de los grandes teatros se la llama the gods, porque desde allí casi se pueden tocar las pinturas mitológicas que suelen decorar los techos, ampulosos motivos que a lo largo del siglo XX se sustituyeron en los cines por exóticos ornamentos art déco (sólo en algunos, en la mayoría se dejó esa tarea decorativa a las humedades). Y también, como aquí y en Francia, a esa zona se la llamó «el paraíso» por su cercanía al cielo raso. También podía haberse llamado así porque a él iban a parar los que querían asaltarlo, aunque sólo fuera de manera intuitiva o a salto de mata. Allí iban a parar muchos aquejados de una cinefilia primitiva, que no distinguían entre la película, el rito de la proyección y el festín social que se celebraba en aquel recinto casi sagrado cada domingo por la tarde. Desde el paraíso se podía ver todo sin ser visto, como sabían muy bien algunas parejas que se refugiaban en lo más alto, y además mirando cómodamente hacia abajo, mientras los del patio de butacas se jodían la cerviz mirando hacia arriba. Ciertamente, también era el sitio donde iban a parar aquellos a los que el cine les importaba un bledo. Decir que en esas gradas alejadas del escenario era donde se alojaba el sentido crítico —que no los críticos— puede que sea una exageración, pero en cualquier caso era donde se acumulaban las ansias de subversión, donde iban a parar los disconformes, los misfits, los saboteadores y algún que otro cabrón. Siempre prestos a burlarse de lo que a los demás les gustara, pero siempre dispuestos a dejarse seducir por los arquetipos que, en la pantalla, superaran su capacidad transgresora, ya fuera Tarzán, su amiga chita, Jerry Lewis, el vaquero sin nombre o Toro Sentado.

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Der Übermensch en Punxsutawney

En el aforismo 341 de La Gaya Ciencia, Nietzsche se pregunta qué pasaría si en la soledad de la noche un demonio murmurara en nuestro oído: «Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla todavía otra vez y aún incontables veces. Y en ella no habrá nada nuevo, sino que cada dolor, cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo aquello que es indeciblemente pequeño y grande de tu vida, volverá a acontecer para ti, todo en el mismo orden y en la misma sucesión —a la vez, también esta araña y este rayo de luna que aparece entre los árboles, también este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo —y también tú con él, que eres una mota de polvo en el polvo.» ¿Nos desesperaríamos ante un bucle de repeticiones así, sin la posibilidad de introducir el más pequeño cambio? ¿O consideraríamos las palabras de este demonio como la mayor de las felicidades en lugar de como una amenaza?

Sin duda, la mayoría de las personas pensarían que la repetición constante de una parte o de la totalidad de su existencia es la peor de las condenas —casi tan terrible como aquella vida eterna del alma, rodeada de ángeles y coros celestiales, con que amenazan los cristianos. Phil Connors, el protagonista de The Groundhog Day (Harold Ramis, 1993), no es ninguna excepción. Por cuarto año consecutivo, la cadena televisiva de Pittsburgh donde trabaja como meteorólogo lo envía a cubrir el festival del Día de la Marmota que se celebra en un pueblo remoto de Pensilvania de nombre impronunciable, un lugar y una fiesta que odia. Phil (Bill Murray) y los miembros de su equipo —Rita (Andie MacDowell), la nueva productora a quien acaba de conocer, y Larry, el cámara— llegan a Punxsutawney el día antes del festival. La mañana del Día de la Marmota, el radio-despertador que hay en la mesilla de noche del hotel donde Phil se aloja suena a las séis, y el meteorólogo se levanta mientras escucha una canción insustancial —I got you babe, de Sonny & Cheer— y la cháchara de los locutores. De carácter desagradable y cínico, tan sólo quiere terminar el trabajo cuanto antes y regresar a Pittsburgh. Pero su deseo no se verá cumplido: una tormenta de nieve corta la carretera y todo el equipo tiene que volver al pueblo. Phil no sospecha cuánto tardará en salir, ni que aquel será tan sólo el primero de un mismo día que se repetirá durante mucho tiempo.

Al día siguiente se despierta de nuevo a las séis, en el radio-despertador suena la misma canción y los locutores  repiten que es el dos de febrero, el Día de la Marmota. El meteorólogo piensa que por error han colocado la grabación del día anterior —¿qué cabe esperar, de aquel par de majaderos?—, pero cuando se asoma a la ventana y ve las mismas personas comienza a percibir que ocurre algo extraño. Poco después baja a desayunar y otro huésped del hotel le pregunta si irá a ver la marmota. Phil todavía cree que se trata de una broma, pero al salir a la calle y comprobar que todo se repite exactamente igual —el anciano que mendiga en una esquina, el antiguo compañero de colegio que lo aborda para venderle un seguro, el charco donde mete el pie cuando se dispone a cruzar la calle…— se da cuenta de que, por increíble que pueda parecer, está reviviendo el día anterior con total exactitud. Su primera reacción es de estupefacción. La sensación de absurdo lo pone enfermo, no puede acabar el reportaje, tira el micrófono y se marcha. Por la noche, al acostarse, rompe por la mitad el lápiz que hay sobre su mesilla y lo deja sobre el despertador para cerciorarse de que la repetición no se producirá de nuevo.

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Tú, yo, nosotros y ellos

Tenías que ser tú.

Y tenía que ser hoy el día señalado en tu apretada agenda. Y tenía que ser este establecimiento «modélico» en el que yo curro cada día el escogido para que vinieras tú a restregarme por los morros la corbata. A cortar una cinta y de paso anunciarnos, tú, hijoputa, la ampliación de la jornada y una reducción del sueldo.

Tú siempre perorando. Enciendo la tele y allí estás tú, llenando la pantalla, alardeando de tu control de la situación. Y te refieres a los que en otro tiempo eran «camaradas», a nosotros, a mí, como «pelagatos», unos «don nadie». Así es como lo dices. Como el maestro del oportunismo que desde siempre has sido tú.

Voy al estadio y tengo que ver desde el graderío cómo chupas cámara tan ufano en el palco presidencial al lado de directivos y autoridades, aplaudiendo entusiasmado como si te importara una mierda que ganen o que pierdan, la clasificación y la liga y la madre que lo parió. En otros tiempos yo tenía que ver los partidos e ir a echar la quiniela a escondidas junto con otro compañero. Y para que tú no te enterases teníamos que tomar tantas precauciones como para las «acciones» que nos encomendabas tú. Nos veíamos obligados a observar una especie de clandestinidad dentro de la clandestinidad. Porque eso era reaccionario. Tú sabías lo que estaba bien y lo que estaba mal. Desde los tiempos de las primeras asambleas. Entonces ya prometías. Subías a la tribuna y ya sabías lo que había que hacer. Tú hacías que saliéramos a la calle y nos dejáramos correr a hostias. Desde el principio, nuestros principios.

Corría la primavera del año 1968 y nosotros nos enfrentábamos a los exámenes finales de quinto, el primer curso del bachillerato superior, en el colegio de los Salesianos.

La vaga noticia de algo que estaba pasando en Francia nos llegó —como tantas otras— a través de la revista Jóvenes, que la misma congregación publicaba y promocionaba entre sus alumnos, y que enfocaba todos los temas con una intención declarada de fomentar en ellos las «inquietudes» bajo la óptica de un cristianismo que se pretendía «comprometido» con la sociedad contemporánea. Por ella nos habíamos enterado también de los altercados que tenían lugar en los Estados Unidos a cuenta de las reivindicaciones de los derechos civiles de los negros norteamericanos.

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