El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (y IV)

En estrecha conexión con el El doctor Diágoras (1971) se encuentran aquellos otros relatos en los que Lem reflexiona explícitamente sobre la aparición de la Singularidad Tecnológica en forma de explosión de una IA dotada de un nivel sobrehumano de inteligencia general. El matemático Irving John Good, que trabajó con el equipo de descodificadores de Alan Turing durante la Segunda Guerra Mundial, definía en 1965 esta máquina en los siguientes términos:

Definimos una máquina ultrainteligente como aquella que puede superar con creces todas las actividades intelectuales de cualquier hombre por muy listo que sea. Dado que el diseño de máquinas es una de estas actividades intelectuales, una máquina ultrainteligente podría diseñar máquinas incluso mejores; entonces habría, sin duda, una «explosión de inteligencia», y la inteligencia humana quedaría muy atrás. Por ello, la primera máquina ultrainteligente es el último invento que el hombre necesita crear, incluso contando con el supuesto de que la máquina sea lo bastante dócil como para decirnos cómo mantenerla bajo control.

Alan Turing y parte de su equipo con su máquina descodificadora ‘The bombe’

De acuerdo con la caracterización que hace Nick Bostrom (Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies, 2014), una IA sería una superinteligencia capaz de llevar a cabo mucho más rápidamente y cualitativamente mejor, en muchos órdenes de magnitud, todo lo que es capaz de hacer el cerebro humano. Para una inteligencia tan veloz, los acontecimientos del mundo material se producirían con una lentitud exasperante, de manera que, probablemente, preferiría trabajar con objetos digitales en lugar de interaccionar con tardígrados como los humanos. A grandes rasgos, los tres caminos que se pueden seguir para conseguir una IA son: la aceleración de los procesos evolutivos a través de la selección genética, la emulación del cerebro humano completo y la creación de una IA seminal, susceptible de aprender y de mejorar su propia arquitectura algorítmica. Mientras que en los dos primeros casos podemos esperar una cierta semejanza con la inteligencia humana, el último de estos caminos podría llegar a constituir una auténtica inteligencia alienígena. De hecho, cuando nos referimos al impacto de una IA hay que evitar, de entrada, el riesgo de incurrir en el antropomorfismo, ya que en muchos sentidos su emergencia equivaldría a introducir una nueva especie inteligente en el planeta, de unas dimensiones absolutamente inconmensurables con las de la inteligencia humana. Tal como señala el mismo Bostrom, «en lugar de pensar que una IA superinteligente es inteligente en el sentido en que habitualmente decimos que un genio científico es más inteligente que el ser humano medio, podría ser más adecuado pensar que una IA es inteligente como cuando decimos que un ser humano medio es inteligente en comparación con un escarabajo o un gusano.»

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El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanislaw Lem (III de IV)

La reflexión sobre los androides constituye solo la conexión más superficialmente frankensteiniana de la obra de Lem, porque —cuando menos en aquellas narraciones que no se ocupan de los intentos de comunicación con especies alienígenas— la auténtica representación del monstruo, en el sentido etimológico de la palabra, que es «advertencia», se manifiesta en forma de estallido de una superinteligencia capaz de dejar atrás a la humanidad. Es lo que, desde el famoso artículo homónimo de Vernor Vinge The Coming Technological Singularity: How to Survive in the Post-Human Era, aparecido en 1993, se denomina la Singularidad Tecnológica, término que a lo largo de los últimos años ha popularizado de manera demagógica el conocido cibernético y futurólogo norteamericano Ray Kurzweil. Con todo, interesa destacar que no estamos hablando de ninguna fatalidad, sino de una contingencia que dentro del campo de la cibernética es aún objeto de intensa discusión entre los que piensan que se trata de un futuro más que probable y los que se muestran escépticos y tienden a creer que detrás de esta hipótesis late una ilusión desprovista de fundamento, similar, pongamos por caso, a la búsqueda de la piedra filosofal en la época de los alquimistas. La cuestión, pues, es que, en estos momentos, como señala el cibernético Jerry Kaplan, aún «no tenemos un marco teórico aceptado que resulte suficiente para resolver este conflicto», razón por la que quizá no es fortuito el hecho de que constituya un terreno propicio para la fabulación literaria o cinematográfica mejor o peor informada.

Sin duda, la obra de Lem representa una de las aportaciones más tempranas y de mayor envergadura que se han hecho al asunto desde el ámbito del pensamiento y la literatura. Si nos ceñimos a esta última, soy del parecer de que una de las mejores maneras de introducirse en esta parcela de la producción del autor de Solaris es a través de la lectura de un relato en la que la construcción de robots no antropomórficos coexiste con el surgimiento de una criatura que tiene todas las trazas de constituir una superinteligencia in statu nascendi. Me refiero a la narración titulada El doctor Diágoras, incluida en el volumen Diarios de las estrellas. Viajes y memorias (1971) y protagonizada por Ijon Tichy, un personaje recurrente en algunas de las obras satíricas de Lem. El desarrollo de la trama es tan sugestivo que vale la pena hacer un pequeño resumen.

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El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (II de IV)

Seguramente, Stanisław Lem ha sido uno de los escritores de ciencia-ficción que ha otorgado mayor protagonismo a los robots, aunque el papel de estos en sus relatos constituye muy a menudo un mero pretexto para desarrollar estrambóticas historias de carácter satírico a la manera de Rabelais, Swift y Voltaire, como las recogidas en Cyberiada (1965). Sin embargo, también reflexionó específicamente sobre el asunto desde un punto de vista que no tiene mucho que ver con las elucubraciones de Isaac Asimov. De hecho, aunque no tengo ninguna constancia de ello, más bien me decanto a pensar que, tal como le ocurría con la mayor parte de la ciencia-ficción norteamericana, Lem debía considerar que los planteamientos del autor de Yo, Robot pecaban de demasiado frívolos u optimistas. El narrador polaco era demasiado sagaz como para creer que los problemas suscitados por el control de la conducta robótica podían solucionarse con métodos de especificación directa basados en normas como las famosas «Leyes de la robótica» enunciadas por Asimov. Dentro de la producción de Lem, la reflexión sobre los robots se concentra sobre todo en algunos relatos protagonizados por el piloto Pirx, uno de sus personajes recurrentes. En estos relatos examina la distancia inquietante que separa a los robots de los humanos, así como la manera idiosincrásica en que aquellos transforman las pautas conductuales que estos les transmiten. Como suele ser frecuente en su narrativa, nos enfrentamos con un punto de vista complejo y lleno de matices, dado que el comportamiento robótico se vuelve perturbador a causa de su habilidad para rehuir las respuestas meramente mecánicas e imitar patrones antropomórficos. No en vano, una de las principales características de estos productos de la IA radica en su versatilidad, que pretende capacitarlos para las tareas cada vez más complejas que les serán encomendadas.

Daniel Mróz

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El cibernético en el laberinto: la ficción tecnológica en la narrativa de Stanisław Lem (I de IV)

La celebración del segundo centenario de la publicación de Frankenstein pone de relieve la enorme capacidad prospectiva de la novela de Mary Shelley en una encrucijada histórica como la actual, en la que los avances en el campo de la inteligencia artificial (IA) son cada vez más sorprendentes y decisivos en todos los órdenes de la vida. La mejor prueba de ello es que en estos momentos la progenie literaria de la criatura imaginada por la escritora inglesa ha pasado a ser tan numerosa que habría que ser un auténtico especialista en literatura comparada, dotado de una erudición vastísima, para rastrear las huellas que ha dejado en la obra de escritores posteriores. En todo caso, como no poseo ninguna de estas cualidades, mi aportación aquí será por fuerza mucho más modesta, y me limitaré a comentar algunas muestras del tratamiento radical que la problemática frankensteiniana ha obtenido en la narrativa de uno de los grandes escritores, sin adjetivos, del siglo XX, el polaco Stanisław Lem.

Stanisław Lem, 1971. J. Grelowski-PAP

Indiscutiblemente, los problemas generados por la comunicación entre la especie humana y sus creaciones se encuentran muy lejos de las hipotéticas dificultades suscitadas por la comunicación con civilizaciones alienígenas descritas en algunas conocidas novelas de Lem como Solaris o Fiasco. Sin embargo, también en este ámbito existe la tendencia —que el Frankenstein de Shelley ilustra a la perfección— a concebir la relación hombre-artefacto como una experiencia ominosa, hecha a un tiempo de atracción y de rechazo, similar en muchos sentidos al mysterium tremendum atque fascinans que el teólogo alemán Rudolf Otto atribuía a la experiencia del creyente enfrentado a la divinidad. No en vano hay quien ha apuntado que la creación de un ser humano a partir de materia muerta constituye una auténtica prefiguración de la muerte de Dios y su sustitución por el hombre. Mientras tanto, lo único cierto es que Dios calla, y asistimos a una época en que, tal como señala Ricard Ruiz Garzón, «la sombra de Frankenstein se alarga por la vía del transhumanismo y del poshumanismo, por la vía de la alteración de la muerte mediante la ciencia, por la vía del mejoramiento humano y las máquinas, desafiando a unos dioses que empiezan a ser ellos mismos peligrosos experimentos de laboratorio» (Mary Shelley i el monstre de Frankenstein: ara i aquí, 2018).

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