El sentido común

Entre todas las acepciones de la expresión «sentido común», finalmente ha imperado aquella que viene de la tradición escolástica y que se refiere a una supuesta fuerza cognoscitiva universal que propicia la coincidencia espontánea de pareceres entre los seres humanos, frente a aquella otra, proveniente de la tradición aristotélica —de la que constituye una provechosa adaptación— que entiende el sentido común como un sentido interno «real», que unifica aquellas sensaciones que, de forma independiente, nos llegan a través de los sentidos vinculados a los órganos sensibles. Según ésta segunda acepción, la original, el conjunto de estímulos que recibimos constantemente, sin el sentido común, no sería nada más que un caos, y nuestra capacidad de comprender el mundo desaparecería.

Según la acepción aristotélica también, el llamado sentido común pasa, de ser una capacidad que todos y «entre todos» tenemos, a ser un privilegio del que hoy muy pocos gozan, o que todo el mundo tiene en un grado muy escaso. La mayor parte de los mortales viven bajo el bombardeo continuo de estímulos que no saben descifrar, enfrentándose diariamente a signos que no entienden. Más aún: viven en un estado de atolondramiento permanente porque no saben cómo defenderse de esta ignorancia e incluso no se dan cuenta de que son víctimas de ella. Desde esta perspectiva, el sentido común, tal como hoy se entiende mayoritariamente, adquiere un significado paradójico, a saber: conseguir que impere la falta de sentido y conseguir, al mismo tiempo, que esta falta de sentido generalizada se acepte como si fuera el estado natural de las cosas. Tal es el objetivo de esta especie de lobotomía incruenta a la que el sistema trata, con evidente éxito, de someter a todos sus integrantes, reducir hasta el mínimo nuestra capacidad cognoscitiva, alcanzar el control de nuestras mentes y ejercer el dominio sobre nuestros actos, este control y este dominio que la ausencia de sentido común —el sentido común aristotélico— nos imposibilita ejercer de manera autónoma.

Sigue leyendo El sentido común

Perpetuum mobile

«El movimiento es el fundamento de la Fe en la Realidad, y al fin lo solo que con ese pretesto se mueve es el Capital, que sólo moviéndose vive, la vida de la muerte.»
(Agustín García Calvo, 37 adioses al mundo)

Se considera, con bastante unanimidad, que el escenario actual empezó a perfilarse recién estrenada la década de los ochenta, cuando Ronald Reagan, actuando como uno de aquellos héroes de una pieza que aparecían en sus películas, se puso a despedir personalmente, por carta, a los controladores aéreos que se habían declarado en huelga para exigir mejoras en sus condiciones laborales, aumento de sueldo, jornadas más cortas y algunos derechos relativos a su jubilación. Al tiempo que declaraba ilegal al sindicato que había apoyado la huelga, Reagan metió en la cárcel a algunos de sus dirigentes, mandó a casa a once mil trabajadores de una tacada —a los que impuso un veto de por vida, lo que, al menos en grado de tentativa, equivalía a matarlos de hambre, a ellos y a sus familias— y los sustituyó por personal militar. Lo sorprendente, lo grotesco, lo trágico del asunto es que medio planeta aplaudió la medida, empezando por eso que por entonces todavía podía llamarse proletariado y por una entonces triunfante clase media. Porque los controladores cobraban mucho, porque eran unos privilegiados, porque caían mal. Las consecuencias de esa vileza se empezaron a ver muy pronto, y no hace falta explicarlas porque son las que estamos sufriendo muchos y disfrutando unos pocos ahora, en plena era de la crisis perpetua.

Durante todo ese tiempo, no sólo ese proletariado y esa clase media que se rompieron las manos aplaudiendo la hazaña del galán de la Casa Blanca se han llevado tal mano de hostias que no hay quien los reconozca: a la misma burguesía que aguantaba cual Atlas aquel mundo sobre sus espaldas las piernas ya no le sostienen. Aquella burguesía industrial que parió este sistema y que lo ha defendido con uñas y dientes a lo largo de décadas todavía no se ha dado cuenta hasta qué punto ha sido devorada por él. Acostumbrados mandar, a identificarse con la clase dominante, a creerse parte de ella, esos burgueses de fabriquita, mercedes, comida dominical en familia y misa semanal —o diaria, a veces—, que se jactaban de llegar al despacho antes que sus trabajadores y salir después de que lo hiciera el último de ellos, parecen no darse cuenta de que no pintan ya una mierda, que quienes cortan el bacalao son los que mueven de un lado para otro mercancías por todo el mundo, asistidos por una élite financiera completamente ajena a su código de valores —al suyo y a cualesquiera otro—. De ellos son las rutas marítimas, las infraestructuras viarias, portuarias y aeroportuarias, y de ellos son las virutas que el dinero va dejándose en su perpetuo rodar por esos cauces.

Sigue leyendo Perpetuum mobile

Logomaquia taurómaca

«Es un hecho de evidencia arrolladora que, durante generaciones, fue, tal vez, esa Fiesta la cosa que ha hecho más felices a mayor número de españoles… Sin tenerlo con toda claridad, no se puede hacer la historia de España desde 1650 a nuestros días.» (José Ortega y Gasset)

«La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás: en otras se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos, y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?» (Gaspar Melchor de Jovellanos)

«Hablar sobre los toros supone movilizar las ideas de religión, la idea de cultura, la idea de derecho… es decir, pone en contribución todas las ideas fundamentales de nuestras constelaciones filosóficas, y por tanto es una cuestión que no puede tratarse a la ligera, de un modo banal, por agresivo que sea, sino que exige una reflexión muy distinta de carácter filosófico.» (Gustavo Bueno)

«La filosofía es el arte de intentar ordeñar un toro a oscuras.» (Joan Fuster)

Sigue leyendo Logomaquia taurómaca

Memoria del paraíso

A aquellos animales que conocí.

En los teatros romanos, la summa cavea era la parte superior del graderío y estaba destinada a los que, por una razón u otra, no eran reconocidos como ciudadanos. La plebe y los demás estamentos se repartían el resto de escalones de arriba abajo, en sentido inverso a su posición en la pirámide social. Más tarde, esa estructura se adaptó a los grandes teatros a la italiana y posteriormente a los cines en una progresiva simplificación de la división de espacios, más evidente cuanto más pequeña era la sala. Raras eran las que tenían dos plantas superiores. Lo más habitual era que tuvieran una o ninguna. Los cines con piso elevado se apartaban de la simplicidad estabularia que los establecimientos más modestos apenas conseguían disimular. Eran espacios que se construían más para ampliar el aforo que para contribuir a la asepsia social, y dadas las dimensiones tan reducidas que a veces tenían aquellos locales, el patio de butacas lo tenía difícil para validar aquella extraña lógica arquitectónica. No parecía para nada el lugar privilegiado que supuestamente era. A muchos, y sobre todo a los adolescentes que en los años sesenta y setenta no conocíamos más que los cines de pueblo no nos lo parecía, lo que nos atraía era el altillo. Hasta que no comenzamos a ir a los cines de estreno de la capital no supimos que la entrada para acceder a él era la más barata. De hecho, creíamos que los viejos se quedaban abajo para no tener que subir escaleras.

En Inglaterra, a la zona que está situada en la parte más alta de los grandes teatros se la llama the gods, porque desde allí casi se pueden tocar las pinturas mitológicas que suelen decorar los techos, ampulosos motivos que a lo largo del siglo XX se sustituyeron en los cines por exóticos ornamentos art déco (sólo en algunos, en la mayoría se dejó esa tarea decorativa a las humedades). Y también, como aquí y en Francia, a esa zona se la llamó «el paraíso» por su cercanía al cielo raso. También podía haberse llamado así porque a él iban a parar los que querían asaltarlo, aunque sólo fuera de manera intuitiva o a salto de mata. Allí iban a parar muchos aquejados de una cinefilia primitiva, que no distinguían entre la película, el rito de la proyección y el festín social que se celebraba en aquel recinto casi sagrado cada domingo por la tarde. Desde el paraíso se podía ver todo sin ser visto, como sabían muy bien algunas parejas que se refugiaban en lo más alto, y además mirando cómodamente hacia abajo, mientras los del patio de butacas se jodían la cerviz mirando hacia arriba. Ciertamente, también era el sitio donde iban a parar aquellos a los que el cine les importaba un bledo. Decir que en esas gradas alejadas del escenario era donde se alojaba el sentido crítico —que no los críticos— puede que sea una exageración, pero en cualquier caso era donde se acumulaban las ansias de subversión, donde iban a parar los disconformes, los misfits, los saboteadores y algún que otro cabrón. Siempre prestos a burlarse de lo que a los demás les gustara, pero siempre dispuestos a dejarse seducir por los arquetipos que, en la pantalla, superaran su capacidad transgresora, ya fuera Tarzán, su amiga chita, Jerry Lewis, el vaquero sin nombre o Toro Sentado.

Sigue leyendo Memoria del paraíso

«Libros estúpidos»

CLIENTE: Esos libros son una estupidez, ¿verdad?
LIBRERO: ¿Cuáles?
CLIENTE: Me refiero a esas fábulas de animales en que el gato y el ratón son grandes amigos.
LIBRERO: Supongo que son poco realistas, pero la ficción es así.
CLIENTE: No, no es que sean poco realistas, es que son estúpidos.
LIBRERO: Bueno… los autores usan esos recursos para enseñar a los niños que deben aceptar a todo tipo de gente, ¿no le parece?
CLIENTE: Tal vez, pero yo creo que los libros no deberían fingir que las personas congenian con cualquiera así como así, que todo es coser y cantar. Los niños deberían aprender que la vida es una mierda, y cuanto antes mejor.

(Jen Campbell. Cosas raras que se oyen en las librerías)

Cojamos una obra literaria cualquiera. No importa lo adulta que parezca. Da igual que sea Los Viajes de Gulliver o Bajo el Volcán. El mismísimo Ulises, si queremos. O Las flores del mal. Una vez elegida, dejémosla en manos de un comité de censura debidamente puesto al día. Junto al cura y el militar de toda la vida, que haya también representantes de todos los colectivos de la corrección política. Sí, tienden al infinito, pero hagamos un esfuerzo para que nadie se sienta discriminado. Dejemos que corten todo lo que les parezca reprobable, que reescriban todo lo que les parezca erróneo, abyecto, confuso, ofensivo o inmoral. Y después, dejemos que eliminen todo lo que, simplemente, no entienden. Quedará un libro para niños de lo más apañado. Así se han hecho cientos de adaptaciones de clásicos. Y la mayor parte de la porrada de libros infantiles y juveniles que circulan por ahí no son algo muy diferente, obras artificiosas y mendaces urdidas por moralistas convencidos de su alta misión redentora. Aclaremos que hay excepciones que escapan a ese diagnóstico y ponen en entredicho la pertinencia de este criterio clasificatorio, y que tampoco nos referimos al libro abierta y honestamente pedagógico, como silabarios, catones y libros de aritmética, sino a esa literatura segmentada según tramos de edad, supuestamente ajustada a los niveles de raciocinio, comprensión lectora y madurez emocional que, supuestamente también, corresponden a cada uno de esos tramos y que, con la excusa de abrir a los niños las puertas del conocimiento, colonizan a conciencia las vírgenes praderas que hay detrás de sus ojos.

Sigue leyendo «Libros estúpidos»