«Libros estúpidos»

CLIENTE: Esos libros son una estupidez, ¿verdad?
LIBRERO: ¿Cuáles?
CLIENTE: Me refiero a esas fábulas de animales en que el gato y el ratón son grandes amigos.
LIBRERO: Supongo que son poco realistas, pero la ficción es así.
CLIENTE: No, no es que sean poco realistas, es que son estúpidos.
LIBRERO: Bueno… los autores usan esos recursos para enseñar a los niños que deben aceptar a todo tipo de gente, ¿no le parece?
CLIENTE: Tal vez, pero yo creo que los libros no deberían fingir que las personas congenian con cualquiera así como así, que todo es coser y cantar. Los niños deberían aprender que la vida es una mierda, y cuanto antes mejor.

(Jen Campbell. Cosas raras que se oyen en las librerías)

Cojamos una obra literaria cualquiera. No importa lo adulta que parezca. Da igual que sea Los Viajes de Gulliver o Bajo el Volcán. El mismísimo Ulises, si queremos. O Las flores del mal. Una vez elegida, dejémosla en manos de un comité de censura debidamente puesto al día. Junto al cura y el militar de toda la vida, que haya también representantes de todos los colectivos de la corrección política. Sí, tienden al infinito, pero hagamos un esfuerzo para que nadie se sienta discriminado. Dejemos que corten todo lo que les parezca reprobable, que reescriban todo lo que les parezca erróneo, abyecto, confuso, ofensivo o inmoral. Y después, dejemos que eliminen todo lo que, simplemente, no entienden. Quedará un libro para niños de lo más apañado. Así se han hecho cientos de adaptaciones de clásicos. Y la mayor parte de la porrada de libros infantiles y juveniles que circulan por ahí no son algo muy diferente, obras artificiosas y mendaces urdidas por moralistas convencidos de su alta misión redentora. Aclaremos que hay excepciones que escapan a ese diagnóstico y ponen en entredicho la pertinencia de este criterio clasificatorio, y que tampoco nos referimos al libro abierta y honestamente pedagógico, como silabarios, catones y libros de aritmética, sino a esa literatura segmentada según tramos de edad, supuestamente ajustada a los niveles de raciocinio, comprensión lectora y madurez emocional que, supuestamente también, corresponden a cada uno de esos tramos y que, con la excusa de abrir a los niños las puertas del conocimiento, colonizan a conciencia las vírgenes praderas que hay detrás de sus ojos.

Julio Verne escribía para todas las edades, y también Jack London, Melville, Dickens, Defoe, Dumas o Cervantes. De hecho, no se planteaban la cuestión. Esa segmentación por edades no es sino una segmentación de mercado, y aparece al socaire del concepto de infancia, que surge a principios del siglo XX, cuando se le reconoce al mundo infantil una autonomía y unos derechos que, lógicamente pero también de modo un tanto paradójico, necesitan tutelaje por parte de los adultos. Es entonces cuando ciertos escritores empiezan a apuntar directamente al entrecejo de los niños y se crea un fructífero nicho de mercado que, con el transcurrir de los años, explotarán con gran provecho la publicidad y la industria del entretenimiento. La literatura para niños era en sus orígenes (Basile, Perrault, Grimm) literatura moral para acojonar, para meter miedo y en vereda a los infantes, consistía en un catálogo de amenazas, en la exhibición obscena de los peligros que les acechaban y ante los que sucumbirían si se salían de los cauces establecidos por la autoridad de los padres que, como se sabe, en la sociedad moderna ejercen de alguaciles del estado. Ahora el proceso sigue siendo el mismo, pero el mecanismo se ha invertido, se practica el refuerzo positivo. No te amenazan con castigos si eres malo, te tientan con recompensas si eres bueno. Y así empieza la tanda de duchas escocesas que es la vida. De las promesas a la fría realidad, y de ésta al calorcito de los cuentos chinos.

Todo lo que se alega a favor de la literatura infantil y juvenil se puede alegar a favor de cualquier otra: potenciación de la memoria, estímulo para la imaginación, acceso al conocimiento a través de la emoción, desarrollo del pensamiento abstracto, facilitación de la introspección… son beneficios reales o hipotéticos que nada tienen que ver con esa segmentación por edades. La gran falacia, tal vez, está en la distinción que se hace entre mundo adulto y mundo infantil. Son uno y el mismo. Y las correspondientes perspectivas pertenecen al adulto y al niño, cada uno desde sí y para sí. La única literatura infantil digna de ese nombre sería la producida por los propios niños. Y de lo que estamos hablando es de una literatura adulta, sumamente elaborada, destinada a un público cautivo tutelado por padres y profesores, tan indefenso como los catecúmenos en tiempos de la Inquisición o un campesino chino durante la Revolución Cultural. Al final, en la denominada literatura para niños, el niño se convierte en un personaje más, en un ser imaginado por el autor.

Respecto a que la literatura infantil fomenta la lectura —extraño argumento que parece reconocer implícitamente que la lectura todavía no es leer eso—, admitiendo que sea un bien en sí misma, que ya es mucho admitir, hemos de reconocer que no pocos jóvenes cebados con ese tipo de productos abandonan el hábito porque, cuando han chocado con la realidad, se han dado cuenta de que los libros, esos que les han dado, no les han ayudado en lo más mínimo en los trances iniciáticos. Y no pocos han sido incapaces de hacer la transición de esas lecturas pueriles a otras engarzadas más sólidamente con la realidad. Son más los que se han estancado en esa fase fantasiosa que no conduce necesariamente al mundo de los libros. En la práctica, la llamada literatura infantil sustituye a otras lecturas y no predispone necesariamente a dar el salto hacia unas nuevas. Leer no es un hábito, como se dice y se repite como quien habla de fumar o de comer pipas. Es un método cognitivo que, si no da ningún fruto, acaba siendo desestimado. Según parece, los que se sacaron de la manga que los niños no eran adultos en miniatura invirtieron la ecuación y crearon un mundo lleno de niños grandes.

CLIENTE: ¿Éste es el libro que quieres, mi amor?
HIJA: ¡Sí!
CLIENTE: ¿Peter Pan?
HIJA: ¡Sí, por favor! ¡Peter Pan puede volar!
CLIENTE: Así es, hija. Peter Pan es muy bueno volando.
HIJA: Papi, ¿por qué yo no puedo volar?
CLIENTE: Por culpa de Darwin, cariño.

(Jen Campbell. Cosas raras que se oyen en las librerías)

Joan Dolç. Publicado originalmente en Balance de existencias