«Y entonces volví a encontrar aquel punto de apoyo que había descubierto el último día de estudio a la Novíssima, aquella rabia honda y persistente, desbordante, implacable, contra todo y contra todos, y me sentí con fuerzas para continuar en el lugar donde estaba, para asentarme en aquella casa y volver la espalda —con corrección, siempre con corrección, la virtud suprema— a todo el mundo anterior.
»Era mi vida, mi decisión, mi futuro, mi camino, mi cuerpo, mis sentimientos, mi elección, mi experiencia, mi rechazo, mi deseo, mi aceptación, mis estudios, mis sueños, mi mundo tan nuevo como yo pudiese, mis libros…, ¡el mío, el mío, el mío!
»Mientras la furia de los pensamientos me elevaba por encima de todo, en un entusiástico vuelo de ensueño, y el bosque quedaba abajo, inmóvil y secreto, inescrutable, entendí, fascinado por la propia transformación, con una mezcla de vanidad y miedo, que empezaba a convertirme en un monstruo. En el monstruo que habían planificado que fuera. En un monstruo capaz de reunir en un solo cuerpo, en una sola vida, dos naturalezas diferentes, dos experiencias contrarias. Un monstruo que yo mismo no sabía que me habitase. Un monstruo.»
Con estas palabras finaliza Pa negre de Emili Teixidor (Barcelona: Columna, 2003), novela de merecida fama que le aportó en los últimos años a su autor una consideración unánime de crítica y público, extensiva a la adaptación cinematográfica posterior. Pero lo que me interesa aquí no es reiterar una vez más las virtudes de la novela, sino examinar la figura de su protagonista, un chico avispado de posguerra, hijo de un padre ejecutado por rojo y de una madre obrera, que pasa largas temporadas con la abuela y unos tíos cortijeros, en compañía de un primo y una prima con los que juega a encaramarse en el ciruelo de delante de la masía. Finalmente, será dado en «adopción» a los amos de la tierra, un matrimonio sin hijos, capaz de asegurarle el futuro prometedor que su familia no está en condiciones de proporcionarle.