Seguramente, Stanisław Lem ha sido uno de los escritores de ciencia-ficción que ha otorgado mayor protagonismo a los robots, aunque el papel de estos en sus relatos constituye muy a menudo un mero pretexto para desarrollar estrambóticas historias de carácter satírico a la manera de Rabelais, Swift y Voltaire, como las recogidas en Cyberiada (1965). Sin embargo, también reflexionó específicamente sobre el asunto desde un punto de vista que no tiene mucho que ver con las elucubraciones de Isaac Asimov. De hecho, aunque no tengo ninguna constancia de ello, más bien me decanto a pensar que, tal como le ocurría con la mayor parte de la ciencia-ficción norteamericana, Lem debía considerar que los planteamientos del autor de Yo, Robot pecaban de demasiado frívolos u optimistas. El narrador polaco era demasiado sagaz como para creer que los problemas suscitados por el control de la conducta robótica podían solucionarse con métodos de especificación directa basados en normas como las famosas «Leyes de la robótica» enunciadas por Asimov. Dentro de la producción de Lem, la reflexión sobre los robots se concentra sobre todo en algunos relatos protagonizados por el piloto Pirx, uno de sus personajes recurrentes. En estos relatos examina la distancia inquietante que separa a los robots de los humanos, así como la manera idiosincrásica en que aquellos transforman las pautas conductuales que estos les transmiten. Como suele ser frecuente en su narrativa, nos enfrentamos con un punto de vista complejo y lleno de matices, dado que el comportamiento robótico se vuelve perturbador a causa de su habilidad para rehuir las respuestas meramente mecánicas e imitar patrones antropomórficos. No en vano, una de las principales características de estos productos de la IA radica en su versatilidad, que pretende capacitarlos para las tareas cada vez más complejas que les serán encomendadas.