La reflexión sobre los androides constituye solo la conexión más superficialmente frankensteiniana de la obra de Lem, porque —cuando menos en aquellas narraciones que no se ocupan de los intentos de comunicación con especies alienígenas— la auténtica representación del monstruo, en el sentido etimológico de la palabra, que es «advertencia», se manifiesta en forma de estallido de una superinteligencia capaz de dejar atrás a la humanidad. Es lo que, desde el famoso artículo homónimo de Vernor Vinge The Coming Technological Singularity: How to Survive in the Post-Human Era, aparecido en 1993, se denomina la Singularidad Tecnológica, término que a lo largo de los últimos años ha popularizado de manera demagógica el conocido cibernético y futurólogo norteamericano Ray Kurzweil. Con todo, interesa destacar que no estamos hablando de ninguna fatalidad, sino de una contingencia que dentro del campo de la cibernética es aún objeto de intensa discusión entre los que piensan que se trata de un futuro más que probable y los que se muestran escépticos y tienden a creer que detrás de esta hipótesis late una ilusión desprovista de fundamento, similar, pongamos por caso, a la búsqueda de la piedra filosofal en la época de los alquimistas. La cuestión, pues, es que, en estos momentos, como señala el cibernético Jerry Kaplan, aún «no tenemos un marco teórico aceptado que resulte suficiente para resolver este conflicto», razón por la que quizá no es fortuito el hecho de que constituya un terreno propicio para la fabulación literaria o cinematográfica mejor o peor informada.
Sin duda, la obra de Lem representa una de las aportaciones más tempranas y de mayor envergadura que se han hecho al asunto desde el ámbito del pensamiento y la literatura. Si nos ceñimos a esta última, soy del parecer de que una de las mejores maneras de introducirse en esta parcela de la producción del autor de Solaris es a través de la lectura de un relato en la que la construcción de robots no antropomórficos coexiste con el surgimiento de una criatura que tiene todas las trazas de constituir una superinteligencia in statu nascendi. Me refiero a la narración titulada El doctor Diágoras, incluida en el volumen Diarios de las estrellas. Viajes y memorias (1971) y protagonizada por Ijon Tichy, un personaje recurrente en algunas de las obras satíricas de Lem. El desarrollo de la trama es tan sugestivo que vale la pena hacer un pequeño resumen.
Después de haber oído hablar mucho de él, tanto en los círculos especializados como en la prensa sensacionalista, Tichy viaja a Creta con el propósito de visitar al doctor Diágoras, que vive aislado en una casa situada a unos 90 kilómetros del antiguo laberinto de Cnosos donde, según la leyenda mitológica, fue recluido el Minotauro. Diágoras es un científico estrafalario, heterodoxo y de mal carácter, auténtica personificación del mad doctor enfrentado al sentido común de la disciplina, que se esfuerza en la fabricación de criaturas no sujetas a las limitaciones habituales en la cibernética, siempre obsesionada por asegurarse la obediencia de sus creaciones e impedir la espontaneidad de los seres fabricados. Su lema es que «sin lo imprevisible no hay cibernética» y, en consecuencia, ha renunciado al plagio, a la imitatio Dei, entendida como la aspiración a la construcción del homunculus, es decir, de un ingenio artificial creado a imagen y semejanza del hombre. El doctor Diágoras, pues, ha eliminado el principio de finalidad de sus trabajos, de la misma manera que la naturaleza renuncia a cualquier teleología evolutiva. La actitud de Diágoras constituye la ilustración perfecta de una actitud que el filósofo y cibernético Nick Bostrom, en el libro Superintelligence: Paths, Dangers, Strategies (2014), reformula en forma de Conjetura de la compleción tecnológica, en virtud de la cual «si los esfuerzos en desarrollo científico y tecnológico no cesan de manera efectiva, entonces todas las capacidades básicas importantes que podrían ser obtenidas a través de alguna posible tecnología, serán obtenidas». Y, a medio plazo, no cabe esperar que cesen, dado que, como señala el filósofo Günther Anders, la idea fija de nuestra civilización tecnológica es que «lo que se puede hacer es lo que hay que hacer» y «lo que hay que hacer es lo inevitable». Más aún: tal como confiesa a Tichy, Diágoras aspira a introducir en sus creaciones un Principio de autocomplicación, consistente en dotar a la criatura fabricada de «la facultad de reconstruirse a sí misma según sus propios criterios si no puede realizar las tareas que se había asignado (y que yo ignoro, de acuerdo con mis propósitos)». Al proceder así, el doctor descubre que el primer impulso de sus creaciones consiste en el deseo de liberarse y romper —tal como ya hizo la primera pareja humana en el Jardín del Edén— las limitaciones que les han sido impuestas, circunstancia que le obliga a tomar medidas drásticas para mantenerlas bajo control, como encarcelarlas en búnquers subterráneos de hormigón y acero o aniquilarlas con oxígeno líquido si acaban siendo peligrosas. La cuestión es que, en definitiva, no hay manera de averiguar de dónde surge este impulso hacia la autonomía de las criaturas. En una conversación con Ijon Tichy, el doctor expone sin ambages su punto de vista:
Atribuimos la vida espiritual a otras personas porque la poseemos nosotros. Cuanto más alejado del hombre está un animal en lo referente a su estructura y funciones, tanto menos seguridad presentan nuestras suposiciones relativas a su vida espiritual. Por esta razón, atribuimos unas emociones definidas al mono, al perro, al caballo, mientras que de las «vivencias» de una lagartija sabemos ya muy poco y, tratándose de insectos o infusorios, las analogías pierden toda su efectividad. […] Lo que ocurre es que si en el caso de los animales el problema es trivial y no demasiado importante […], en el de los cibernoides se convierte en una pesadilla, ya que apenas venidos al mundo luchan por su libertad, pero por qué lo hacen, qué estado provoca estas irrefrenables tendencias… no lo sabremos jamás…
—Si se les diera el habla…
—Nuestro lenguaje nació en el transcurso de la evolución social y transmite informaciones sobre estados análogos, o por lo menos parecidos, ya que todos nosotros nos parecemos. Puesto que nuestros cerebros se asemejan, usted supone que yo, si me río, siento lo mismo que usted cuando está contento. Pero no es lo mismo en el caso de ellos. ¿Placeres? ¿Sentimientos? ¿Temor? ¿Qué pasará con el significado de estas palabras cuando del cerebro humano alimentado con sangre pasen a las inanimadas bobinas eléctricas? Y aun si eliminamos las bobinas, si borramos los esquemas inductivos, ¿qué obtendremos?
En realidad, el profesor Diágoras ya ha empezado a entrever la respuesta a la incógnita porque, después de muchas tentativas, ha conseguido infundir vida en una sustancia autoorganizadora de tipo fungoide y estructura polimérica capaz de pensar y de resolver problemas por su cuenta, aunque no a la manera de una persona o un animal. Para mayor intriga, una pareja de dichos entes fungoides, encerrados por separado en cilindros metálicos y observables a través de pequeñas ventanas de vidrio extremadamente grueso, ha desarrollado un sistema de comunicación a distancia, del todo incomprensible para las personas, y no solo capaz de sobrepasar cualquier barrera que se les interponga, sino de influenciar sutilmente la conducta humana. No revelaré aquí el final abierto del relato que, sintomáticamente, conecta de manera muy directa con los problemas de comunicación con inteligencias alienígenas presentes en otras obras de Lem.
© Josep J. Conill