Entre todas las acepciones de la expresión «sentido común», finalmente ha imperado aquella que viene de la tradición escolástica y que se refiere a una supuesta fuerza cognoscitiva universal que propicia la coincidencia espontánea de pareceres entre los seres humanos, frente a aquella otra, proveniente de la tradición aristotélica —de la que constituye una provechosa adaptación— que entiende el sentido común como un sentido interno «real», que unifica aquellas sensaciones que, de forma independiente, nos llegan a través de los sentidos vinculados a los órganos sensibles. Según ésta segunda acepción, la original, el conjunto de estímulos que recibimos constantemente, sin el sentido común, no sería nada más que un caos, y nuestra capacidad de comprender el mundo desaparecería.
Según la acepción aristotélica también, el llamado sentido común pasa, de ser una capacidad que todos y «entre todos» tenemos, a ser un privilegio del que hoy muy pocos gozan, o que todo el mundo tiene en un grado muy escaso. La mayor parte de los mortales viven bajo el bombardeo continuo de estímulos que no saben descifrar, enfrentándose diariamente a signos que no entienden. Más aún: viven en un estado de atolondramiento permanente porque no saben cómo defenderse de esta ignorancia e incluso no se dan cuenta de que son víctimas de ella. Desde esta perspectiva, el sentido común, tal como hoy se entiende mayoritariamente, adquiere un significado paradójico, a saber: conseguir que impere la falta de sentido y conseguir, al mismo tiempo, que esta falta de sentido generalizada se acepte como si fuera el estado natural de las cosas. Tal es el objetivo de esta especie de lobotomía incruenta a la que el sistema trata, con evidente éxito, de someter a todos sus integrantes, reducir hasta el mínimo nuestra capacidad cognoscitiva, alcanzar el control de nuestras mentes y ejercer el dominio sobre nuestros actos, este control y este dominio que la ausencia de sentido común —el sentido común aristotélico— nos imposibilita ejercer de manera autónoma.
La creencia generalizada de que el sentido común es una especie de destilado del sentir, la voluntad y la conveniencia general, algo directamente relacionado con la cordura, con la sensatez, junto con la desaparición de aquel antiguo concepto que entiende el sentido común como la capacidad individual de percibir el mundo de manera unitaria a partir de las propias percepciones, es una consecuencia y al mismo tiempo una causa de esta alienación. Naturalmente, la existencia de este proceso perverso se niega desde las más diversas instancias. Que no se vea, que no se note es la condición primera para su existencia, lo que en último término lo hace posible. Y para negar la existencia de esta perversidad, nos utiliza a nosotros mismos como cómplices activos. Somos los primeros en horrorizarnos delante de la posibilidad que la democracia se base en mecanismos tan bastardos, y no dudamos en estigmatizar y, llegado el caso, en expulsar fuera del sistema a aquellos que osan hacer afirmaciones de este tipo.
Durante el prolongado intento de preservar privilegios, los detentadores del poder se han ido percatando paulatinamente, a medida que se iban devaluando sin remedio los símbolos tradicionales de autoridad, desde Dios a los padres, pasando por el rey y la guardia civil, de que la mejor forma de opresión es la que no se ve, la que no se puede detectar. Y de ahí todos estos esfuerzos para conseguirlo, de ahí, entre otras cosas, la dimensión desmesurada que ha alcanzado el negocio mediático, esa industria que tiene, que siempre ha tenido —y olvidémonos de milongas—, el objetivo prioritario de imposibilitar toda interpretación personal de la realidad, de controlarla si acaso se da, y de evitar que las ideas puedan ser compartidas sin pasar por una oportuna homologación. La industria mediática alimenta y encarna el concepto escolástico, colectivo y equívoco de sentido común, esa facultad que supuestamente trasciende al individuo, que le viene dada por Dios, por la Naturaleza, por la Cultura —siembre con mayúsculas—, por un consenso universal tácito, por una instancia superior a él en todo caso. La industria mediática es su máximo garante, quien lo nutre y lo administra.
Después de pasarlas canutas durante un largo período que arranca lleno de esperanzas con la Revolución Francesa, poco más o menos, y dura hasta la segunda mitad de este siglo, que es cuando comienza la gran contraofensiva, después de ese periodo histórico sumamente fértil en el que la razón —la racionalidad más bien— pareció varias veces estar a punto de imponerse, hemos caído de lleno en una época tenebrosa, dominada por una pazguatería universal. Cuesta creer que al cabo de tantos años no hayamos conseguido aumentar sustancialmente nuestra autonomía, nuestra capacidad de encontrar sentido a todo lo que nos rodea y de influir decisivamente en ello, sino que esté pasando todo lo contrario. No sólo nos han colado de contrabando conceptos escolásticos, sobre los que se fundamente una forma evolucionada y sutil de sometimiento y sumisión, no sólo continúan vivas un montón de supersticiones del pasado amparadas por el sacro manto cultural, sino que a cada momento incorporamos una nueva a nuestro estrafalario universo de vacuas ideologías de diseño. La lobotomía es eficaz no sólo en un sentido sincrónico; también diacrónico. Se trata de desconectar a los contemporáneos entre sí, pero también de destruir los vínculos entre generaciones. La cháchara tecnológica, la utopía transhumanista, la demagogia falsamente igualitaria, se sustentan en una estructura política de rasgos inequívocamente feudales cada vez más consistente. Y como pasó en el Renacimiento, puede que como primera medida fuera conveniente volver a los clásicos y recuperar, entre otras cosas, su concepto de sentido común.
@ Joan Dolç. Publicado simultáneamente en Balance de existencias