«El movimiento es el fundamento de la Fe en la Realidad, y al fin lo solo que con ese pretesto se mueve es el Capital, que sólo moviéndose vive, la vida de la muerte.»
(Agustín García Calvo, 37 adioses al mundo)
Se considera, con bastante unanimidad, que el escenario actual empezó a perfilarse recién estrenada la década de los ochenta, cuando Ronald Reagan, actuando como uno de aquellos héroes de una pieza que aparecían en sus películas, se puso a despedir personalmente, por carta, a los controladores aéreos que se habían declarado en huelga para exigir mejoras en sus condiciones laborales, aumento de sueldo, jornadas más cortas y algunos derechos relativos a su jubilación. Al tiempo que declaraba ilegal al sindicato que había apoyado la huelga, Reagan metió en la cárcel a algunos de sus dirigentes, mandó a casa a once mil trabajadores de una tacada —a los que impuso un veto de por vida, lo que, al menos en grado de tentativa, equivalía a matarlos de hambre, a ellos y a sus familias— y los sustituyó por personal militar. Lo sorprendente, lo grotesco, lo trágico del asunto es que medio planeta aplaudió la medida, empezando por eso que por entonces todavía podía llamarse proletariado y por una entonces triunfante clase media. Porque los controladores cobraban mucho, porque eran unos privilegiados, porque caían mal. Las consecuencias de esa vileza se empezaron a ver muy pronto, y no hace falta explicarlas porque son las que estamos sufriendo muchos y disfrutando unos pocos ahora, en plena era de la crisis perpetua.
Durante todo ese tiempo, no sólo ese proletariado y esa clase media que se rompieron las manos aplaudiendo la hazaña del galán de la Casa Blanca se han llevado tal mano de hostias que no hay quien los reconozca: a la misma burguesía que aguantaba cual Atlas aquel mundo sobre sus espaldas las piernas ya no le sostienen. Aquella burguesía industrial que parió este sistema y que lo ha defendido con uñas y dientes a lo largo de décadas todavía no se ha dado cuenta hasta qué punto ha sido devorada por él. Acostumbrados mandar, a identificarse con la clase dominante, a creerse parte de ella, esos burgueses de fabriquita, mercedes, comida dominical en familia y misa semanal —o diaria, a veces—, que se jactaban de llegar al despacho antes que sus trabajadores y salir después de que lo hiciera el último de ellos, parecen no darse cuenta de que no pintan ya una mierda, que quienes cortan el bacalao son los que mueven de un lado para otro mercancías por todo el mundo, asistidos por una élite financiera completamente ajena a su código de valores —al suyo y a cualesquiera otro—. De ellos son las rutas marítimas, las infraestructuras viarias, portuarias y aeroportuarias, y de ellos son las virutas que el dinero va dejándose en su perpetuo rodar por esos cauces.
A lo largo de las últimas décadas, la logística se ha apoderado de la economía. Se ha producido un cambio para cuya descripción no existe todavía un léxico lo suficientemente preciso. Se habla de globalización, de interdependencia, de multilateralismo, pero de lo que va esto es de ruedas y contenedores, cuantos más mejor y cuanto más viajen mejor. Todos esos, que la vieja burguesía paternalista y barrigona, cuyos bártulos en desuso se pueden ver esparcidos en esos polígonos industriales medio abandonados que tanto enriquecen el paisaje de nuestros pueblos y ciudades, aún cree ingenuamente que son los suyos, todos esos lo único que quieren es que el mundo se mueva y no pare, porque en ese baile de San Vito constante están sus ganancias. Por eso se esfuerzan en separar todo lo posible el origen de las mercancías de su punto de consumo, por eso movilizan su artillería mediática para convencernos de que estamos escasos de infraestructuras, que quieren que les paguemos para luego gestionarlas en su beneficio mediante una conveniente «externalización».
Cuando los grandes cambios históricos iban indefectiblemente acompañados de violencia coactiva, todo parecía fluir a lomos de grandes corrientes, invisibles pero poderosas, que atravesaban la historia y la determinaban arrastrando todo lo que pillaban, y todos los comportamientos particulares, ya fuera de individuos o de grupos sociales y culturales, parecían estar inducidos por unas fuerzas imparables no sólo por su potencia, sino por su invisibilidad, porque se amparaban en el engaño. Hoy, esa percepción ya no está tan clara. Las grandes fuerzas transformadoras actúan a la luz del día y la gente parece que no las quiera ver. La ciudadanía sigue votando en masa a los corruptos que la expolian, aplaudiendo políticas de rapiña que luego se vuelven contra ella o consumiendo en masa lo que sabe que está minando su salud y la del planeta. Y lo hace en virtud de unos mecanismos psicológicos escandalosamente simples que, demasiado a menudo, nos remiten a códigos tan elementales como la lista de los vicios capitales, no a las leyes del materialismo dialéctico u otras complicadas zarandajas epistemológicas. Conceptos tan primarios como el egoísmo, la avaricia, la envidia, la mala baba o la pura y simple gilipollez se infiltran una y otra vez en los análisis más conspicuos de la realidad, como si estas constantes de la naturaleza humana fueran los auténticos vectores de los procesos históricos.
Si es así, aquí hay quienes las están manejando con virtuosismo. Ahora mismo, están intentando doblegar a los estibadores portuarios en una operación que se parece mucho a aquella que comandó Reagan hace más de treinta y cinco años. De hecho, puede que sea el final del proceso, la jugada que sentenciará el resultado del partido. Tendríamos que estar escarmentados y avisados, pero no. Odiamos a esos asalariados porque, al parecer, cobran un pastón, y porque han conseguido unos privilegios que la mayoría de nosotros no hemos conocido ni conoceremos ya, tal como van las cosas. Y mientras tanto, aplaudimos a esos magnates de la distribución, de las grandes obras públicas y del mundo financiero que, en vez de esconderse para urdir sus trapacerías, se hacen obscenos selfies en el transcurso de sus contubernios, de los que salen para exigir grandes infraestructuras que servirán —dicen y mienten— para llevar nuestras naranjas a Finlandia, esas que alfombran los campos en tiempo de cosecha, o unos productos puramente imaginarios que aquí nadie fabrica ni mucho menos exporta. A ellos no les importa la dirección, tan sólo les importa el movimiento. Aquí y en todas partes —alerta los patriotas— quieren más y más vías, y las quiere expeditas. Las vías y los nodos logísticos como los puertos. Y nosotros no dudamos en ayudarles a apartar los obstáculos. Que se jodan los estibadores como ya se jodieron los controladores aéreos en USA, o los ferroviarios en el Reino Unido, como nos hemos ido jodiendo los demás, o hemos sido jodidos, que no es exactamente lo mismo. Nos gusta rebozarnos en esa golosina que se llama mal de muchos, el consuelo de los tontos. Si lo somos más, no nacemos. Pero lo somos en la medida justa, porque sin los tontos, ¿qué harían los espabilados? Somos pobres de espíritu, ya lo dijo aquél, y nuestro será el reino de los cielos, seguro que sí. Pero no éste. Éste, seguro que ya no.
© Joan Dolç. Publicado originalmente en Balance de existencias