A aquellos animales que conocí.
En los teatros romanos, la summa cavea era la parte superior del graderío y estaba destinada a los que, por una razón u otra, no eran reconocidos como ciudadanos. La plebe y los demás estamentos se repartían el resto de escalones de arriba abajo, en sentido inverso a su posición en la pirámide social. Más tarde, esa estructura se adaptó a los grandes teatros a la italiana y posteriormente a los cines en una progresiva simplificación de la división de espacios, más evidente cuanto más pequeña era la sala. Raras eran las que tenían dos plantas superiores. Lo más habitual era que tuvieran una o ninguna. Los cines con piso elevado se apartaban de la simplicidad estabularia que los establecimientos más modestos apenas conseguían disimular. Eran espacios que se construían más para ampliar el aforo que para contribuir a la asepsia social, y dadas las dimensiones tan reducidas que a veces tenían aquellos locales, el patio de butacas lo tenía difícil para validar aquella extraña lógica arquitectónica. No parecía para nada el lugar privilegiado que supuestamente era. A muchos, y sobre todo a los adolescentes que en los años sesenta y setenta no conocíamos más que los cines de pueblo no nos lo parecía, lo que nos atraía era el altillo. Hasta que no comenzamos a ir a los cines de estreno de la capital no supimos que la entrada para acceder a él era la más barata. De hecho, creíamos que los viejos se quedaban abajo para no tener que subir escaleras.
En Inglaterra, a la zona que está situada en la parte más alta de los grandes teatros se la llama the gods, porque desde allí casi se pueden tocar las pinturas mitológicas que suelen decorar los techos, ampulosos motivos que a lo largo del siglo XX se sustituyeron en los cines por exóticos ornamentos art déco (sólo en algunos, en la mayoría se dejó esa tarea decorativa a las humedades). Y también, como aquí y en Francia, a esa zona se la llamó «el paraíso» por su cercanía al cielo raso. También podía haberse llamado así porque a él iban a parar los que querían asaltarlo, aunque sólo fuera de manera intuitiva o a salto de mata. Allí iban a parar muchos aquejados de una cinefilia primitiva, que no distinguían entre la película, el rito de la proyección y el festín social que se celebraba en aquel recinto casi sagrado cada domingo por la tarde. Desde el paraíso se podía ver todo sin ser visto, como sabían muy bien algunas parejas que se refugiaban en lo más alto, y además mirando cómodamente hacia abajo, mientras los del patio de butacas se jodían la cerviz mirando hacia arriba. Ciertamente, también era el sitio donde iban a parar aquellos a los que el cine les importaba un bledo. Decir que en esas gradas alejadas del escenario era donde se alojaba el sentido crítico —que no los críticos— puede que sea una exageración, pero en cualquier caso era donde se acumulaban las ansias de subversión, donde iban a parar los disconformes, los misfits, los saboteadores y algún que otro cabrón. Siempre prestos a burlarse de lo que a los demás les gustara, pero siempre dispuestos a dejarse seducir por los arquetipos que, en la pantalla, superaran su capacidad transgresora, ya fuera Tarzán, su amiga chita, Jerry Lewis, el vaquero sin nombre o Toro Sentado.
Mala idea, la de poner a los más animales arriba. Desde arriba, igual que en el siglo XIX se arrojaban bombas, durante el franquismo se hacía gamberrismo surrealista, como la de aquel fulano que entraba con los bolsillos de la gabardina llenos de gorriones vivos. Cuando los soltaba se iban hacia la pantalla creyendo que se trataba de una ventana —que ventana era, pero no para pájaros— y ya no había quien los desalojara en toda la proyección. Se daba una fusión entre el ingenio bizarro y la conciencia social lacerada que se ha perdido. Del paraíso salían las procacidades más bestias, las protestas más airadas, los comentarios más obscenos. La insumisión adquiría allí arriba su máximo nivel de agresividad, ese que la sitúa al borde de la delincuencia. Algunos, ya fuera dando rienda suelta a oscuras aspiraciones, ya fuera parodiando con sarcasmo la función real de la censura, tapaban la imagen con la chola o distraían la atención proyectando en la pantalla una sombra chinesca en forma de cornamenta, gesto mucho más arraigado que el más común hoy de mostrar el dedo, en una época en que el personal tenía la autoestima baja y el sentido del honor muy alto. Eso sólo se podía hacer cerca del proyector, de la máquina de donde salen las imágenes, de la tramoya que propicia el espectáculo. En cierto modo, en la cabina estaba Dios, por eso ejercía una atracción irresistible hacia todos nosotros. Acceder a ella era un sueño que pocos llegaban a satisfacer.
Los más avisados entre los del patio de butacas se refugiaban justo debajo del paraíso y dejaban libres los asientos situados en la vertical de la barandilla, porque desde allí podía caer de todo: el pica-pica, que no era otra cosa que el relleno de fibra de vidrio o de amianto de los acolchados, esporádicos escupitajos o la semilla del mal misma, que a veces surgía desde la oscuridad a propulsión a través de algún que otro miembro pecador. Y los que cometían la temeridad de sentarse en las filas de delante menospreciaban el alcance de las cerbatanas hechas con una caña o un bic, a través de las que se expulsaban proyectiles de todo tipo. En los Estados Unidos, a ese vestigio de la summa cavea se lo bautizó directamente con el clasista apelativo de peanut gallery, peanuts que los patanes que ocupaban tales asientos no dudaban en lanzar también a los malos performers y a los pudientes espectadores de la platea y el patio, invirtiendo el principio zoológico de la arquitectura teatral y haciendo gala de una conciencia cívica irremediablemente desaparecida. Aquí, a semejanza de los italianos, que lo llamaban piccionaia, y de los franceses que lo llamaban poulailler, acabó llamándose «gallinero», seguro que no tanto por el sentido despectivo que desprende la palabra sino por el alboroto que se suele o se solía armar allí. Más bien se solía, porque el espíritu que animaba aquel espacio se está perdiendo. Nadie quiere ir al gallinero, se ha impuesto la buena educación y los paraísos, los pocos que quedan, se están quedando vacíos o, en todo caso, clamorosamente silenciosos.
© Joan Dolç. Publicado originalmente en Balance de existencias