Tenías que ser tú.
Y tenía que ser hoy el día señalado en tu apretada agenda. Y tenía que ser este establecimiento «modélico» en el que yo curro cada día el escogido para que vinieras tú a restregarme por los morros la corbata. A cortar una cinta y de paso anunciarnos, tú, hijoputa, la ampliación de la jornada y una reducción del sueldo.
Tú siempre perorando. Enciendo la tele y allí estás tú, llenando la pantalla, alardeando de tu control de la situación. Y te refieres a los que en otro tiempo eran «camaradas», a nosotros, a mí, como «pelagatos», unos «don nadie». Así es como lo dices. Como el maestro del oportunismo que desde siempre has sido tú.
Voy al estadio y tengo que ver desde el graderío cómo chupas cámara tan ufano en el palco presidencial al lado de directivos y autoridades, aplaudiendo entusiasmado como si te importara una mierda que ganen o que pierdan, la clasificación y la liga y la madre que lo parió. En otros tiempos yo tenía que ver los partidos e ir a echar la quiniela a escondidas junto con otro compañero. Y para que tú no te enterases teníamos que tomar tantas precauciones como para las «acciones» que nos encomendabas tú. Nos veíamos obligados a observar una especie de clandestinidad dentro de la clandestinidad. Porque eso era reaccionario. Tú sabías lo que estaba bien y lo que estaba mal. Desde los tiempos de las primeras asambleas. Entonces ya prometías. Subías a la tribuna y ya sabías lo que había que hacer. Tú hacías que saliéramos a la calle y nos dejáramos correr a hostias. Desde el principio, nuestros principios.
Corría la primavera del año 1968 y nosotros nos enfrentábamos a los exámenes finales de quinto, el primer curso del bachillerato superior, en el colegio de los Salesianos.
La vaga noticia de algo que estaba pasando en Francia nos llegó —como tantas otras— a través de la revista Jóvenes, que la misma congregación publicaba y promocionaba entre sus alumnos, y que enfocaba todos los temas con una intención declarada de fomentar en ellos las «inquietudes» bajo la óptica de un cristianismo que se pretendía «comprometido» con la sociedad contemporánea. Por ella nos habíamos enterado también de los altercados que tenían lugar en los Estados Unidos a cuenta de las reivindicaciones de los derechos civiles de los negros norteamericanos.
La portada del primer número que cayó en mis manos la llenaba una foto de Joan Baez. El reportaje de las páginas interiores, acompañado de imágenes de marchas multitudinarias, policías con casco que se llevaban a jóvenes con melena cogiéndolos por los brazos y las piernas, y conciertos en avenidas inmensas repletas de gente, suscitaron nuestra curiosidad y nuestro interés crecientes. A tal punto que un cura progre —que al cabo de pocos años abandonaría los hábitos— un día nos puso en su clase, con no sé qué pretexto, una canción de aquella cantante: We shall overcome. Y unas semanas más tarde, alguien trajo un disco con una versión que la traducía como Venceremos y que no tardamos en aprendernos.
Nosotros ignorábamos a quién teníamos que vencer, ni cuándo ni cómo. Ahora no me da la impresión de haber vencido a nadie ni nada. Antes al contrario, tendería a pensar que aquel elíptico e indeterminado «nosotros» hemos sido vencidos en una serie de batallas domésticas y mezquinas de pequeñas guerras miserables y diferidas que han desembocado en unas derrotas anodinas y grises. De las cuales parecen haberse salvado solamente unos pocos que siempre han flotado como el aceite, como tú.
Pero en aquel tiempo cantábamos a todas horas aquel estribillo con entusiasmo y sentimiento, con la firme convicción de que algo grande ocurriría y nosotros estaríamos entre los protagonistas, en primera línea. Si bien no teníamos ni idea de qué ni de dónde.
Había una estrofa que reivindicaba «blancos y negros juntos» y la gente no entendía a qué venía eso. Los únicos negros que habíamos visto por aquí —aparte del rey de las cabalgatas, que era de mentirillas— eran dos futbolistas que jugaban en el Valencia: uno que se llamaba Walter y se había matado en un accidente, y Waldo, a quien habían fichado después y metía muchos goles.
Aquel disco, de un grupo de folk de Barcelona, que hacía versiones básicamente de cantautores norteamericanos, se convirtió para nosotros en una especie de biblia. Un amigo, Jesús, tenía un pick-up y nos reuníamos en su casa para escucharlo.
Los cantantes introducían unas explicaciones muy didácticas en las presentaciones de algunas canciones —como era el caso de Si no me encuentras en la parte posterior del autobús— o antes de cada estrofa, y así nos enteramos de que en los Estados Unidos de América los negros no podían subir al autobús junto con los blancos y tenían que ir en la parte de atrás, que no podían ir a las mismas escuelas y que en muchos estados ni siquiera tenían derecho a votar en las elecciones. Esta última cuestión nos suscitó enseguida la pregunta de quién tenía derecho a votar aquí y de qué iba eso de las elecciones (sólo de refilón habíamos oído campanas del «tercio familiar» en el ayuntamiento y cosas por el estilo). Tú, claro está, nos iluminaste por primera vez al respecto. Después nos llegó la noticia de que por esos motivos habían asesinado a Martin Luther King en Memphis, Tennessee.
Por eso celebramos tanto el revuelo que armaron los atletas negros norteamericanos Tommy Smith y John Carlos al recoger las medallas de oro y de bronce de los doscientos metros que habían ganado en los juegos olímpicos de México, cuando subieron al pódium y levantaron el puño con unos guantes negros; y el blanco australiano Norman, ganador de la plata, que se les unió. Aquella noticia nos provocó un particular impacto a Joan y a mí, que habíamos empezado a practicar atletismo. Muchos días íbamos corriendo hasta la playa a través de los campos de la huerta, lo que era motivo de diversión para los labradores, que al vernos pasar soltaban un instante la azada y nos dedicaban alguna chanza —inevitablemente introducida por su grito característico «¡ieee!»— ya que nuestra actividad era entonces una novedad exótica y extravagante (quién iba a decir que unas décadas más tarde acontecería la epidemia del footing y luego la del running a las que se apuntaría todo cristo).
Pronto decidimos formar nuestro propio grupo de folk. Pere compró la primera guitarra en una fábrica artesanal que había en Alboraia. Y en una librería progresista adquirimos un cuadernillo con las letras y los acordes de las canciones que había en aquel disco, que constituyeron nuestro repertorio.
Y debutamos, ahora no me lo puedo explicar, cantando y tocando en las misas. Nos colocábamos cerca del pie del altar y entonábamos La respuesta está en el viento (la versión local de Blowing in the wind) mientras el señor cura alzaba a Dios. Y las beatas, impasibles. Nunca he podido evitar imaginarme qué habría pensado Bob Dylan si hubiese podido ver aquello, y nunca he descartado dirigirme a su productora para hacérselo saber; a mí, de él, me hubiese encantado. Y cuando el presbítero decía el itemisaest, igual nos descolgábamos con el Quiero ser libre y toda la feligresía desfilaba del templo, todos tan contentos mientras los animábamos con nuestras jaculatorias: «¡Paaaz al Vietnam! ¡Paaaz al Vietnam! ¡Ahora mismooo!»
Yo leí por aquel tiempo Hojas de hierba de Walt Withman: «No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños. No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte, que es casi un deber. No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Y tú puedes aportar un verso. No dejes nunca de soñar, porque sólo en sueños puedes ser libre.»
Y Los vagabundos del dharma de Jack Kerouac. Yo no entendía en realidad todo aquello. No podía entenderlo. Me faltaban todos los referentes. Pero me fascinó de alguna manera. Aquel mundo de personajes bohemios y excéntricos que recorrían un país enorme como polizones en trenes de mercancías me promovían unas ansias de conocimiento y de libertad indefinidas pero cada vez más firmes, aguzaban unos sueños y una necesidad de evasión de la coercitiva realidad que me rodeaba.
Se nos afianzaba la certeza de que nos ocultaban deliberadamente la información, nos escatimaban lo que realmente necesitábamos saber, nos privaban del acceso a las cosas más importantes, nos hacían vivir a la sombra de unos campanarios obsoletos y ramplones mientras el mundo, a lo lejos, se encaminaba por los derroteros de la historia contemporánea, unas derivas que a nosotros nos eran todavía completamente ajenas porque alguien —seguramente aquello que ya oíamos nombrar con el neologismo de el establishment— nos las robaba.
Se fue instalando poco a poco en nuestra mente la noción de que teníamos que cambiar las cosas, nosotros teníamos que transformar el mundo. Una noción muy indeterminada y vaga, pero incontestable: nosotros lo haríamos. No sabíamos cómo. Tú sí. Y nos marcarías el camino.
Mientras tanto, continuábamos cantando en la iglesia. No recuerdo cómo fue que empezamos a ir a unas misas «modernas» que organizaban un grupo de «cristianos de base» —según expresión que se había puesto recientemente en circulación— los sábados por la tarde en la iglesia del Milagro. Las celebraban curas apenas revestidos con la estola, que trabajaban en fábricas y habían estado destinados en Sudamérica, y se apartaban bastante de la liturgia convencional. Esta feligresía estaba compuesta básicamente por juventud, casi todos hijos de la pequeña burguesía local que más o menos encaraban las sendas de las ovejas descarriadas, que proclamaban con un entusiasmo sincero la buena nueva de la fraternidad y la justicia, al ritmo también de unas canciones «de protesta» que nosotros incorporábamos inmediatamente a nuestro repertorio y trasladábamos tal cual a la misa solemne de las fiestas patronales de nuestro pueblo.
Abundaban allí las chicas, con muy buena predisposición a confraternizar en los guateques encubiertos que pronto se encargó de organizar, en el ámbito de los clubes juveniles que proliferaban, Toni, que era un lince. Y quien más quien menos —sabido es que «la carne quiere carne», por más que aún no hubiésemos leído a clásicos como Ausias March— intentábamos nuestras aproximaciones con aquella que primero se ponía a tiro, generalmente con unos resultados desastrosos.
Tú no. Tú presumías de que follabas. Solías aparecer acompañado de una tía cuyas tetas saltaban bajo su vestido ibicenco —aquella especie de tenue túnica hasta los tobillos que se puso de moda entre las progres— que predicaba la liberación sexual y citaba bibliografía al respecto —algo así como «el combate sexual de los jóvenes»—. Tú la presentabas como «amiga», novia no se podía decir porque era reaccionario, y lo de «compañera» aún no se había inventado en esa acepción. Uno y otra dabais a entender una animosa predisposición a llevar a la práctica la teoría que ella enunciaba a la primera de cambio como una cautivadora profetisa de la auténtica buena nueva que el pueblo oprimido anhelaba oír.
Pero las fuentes mejor informadas de la época recuerdan que cuando te enteraste de que uno había conseguido el privilegio de una sesión práctica con ella, pillaste una buena castaña de la mistela que servían en la tasca de Ángel, tuviste con ella una trifulca de mucha consideración —esta fue notoria porque la montasteis a la salida del cineclub Imagen— y la camaradería revolucionaria no fue obstáculo para que quisieras emprenderla a hostias con él, lo que acertó a impedir a duras penas el Gorrión, que era muy buen chaval, interponiéndose a riesgo de su propia estampa.
Más adelante fuimos a la universidad. Tú no tardaste en facilitarnos libros editados en el extranjero, apuntes a ciclostil, charlas clandestinas en citas peliculeras para las «células» que escogías tú. Y nos asignaste las primeras panfletadas y las acciones de comando que habían de iniciar las movilizaciones y nos hacían carne de porra, comisaría y fichas policiales.
Y menos mal que caímos a tiempo en manos de Jaime, seudónimo «de guerra» de quien vino a ser para nosotros como un hermano mayor que supo orientarnos hacia otros vericuetos y darnos a conocer unas perspectivas más amplias. Lo que nos libró por los pelos de la suerte que han corrido tantos compañeros que purgaron los designios que les habías trazado tú con alguna temporada de chirona y años de esfuerzos quemados y sacrificios en balde antes del naufragio.
Tú no. Tú has sabido navegar sobre todas las aguas. Y buscar puertos seguros donde resguardarte. A favor de los vientos de escisiones y fusiones, de organigramas y siglas. Siempre al abrigo de los puentes de mando.
Seguramente por eso, cuando he visto aparecer tu corbata en mi centro de trabajo para inaugurar una «jornada informativa» en la que se nos habían de exponer las nuevas pautas organizativas, es decir, cómo tendríamos que reduplicar nuestros esfuerzos a fin de prestar más servicios con una drástica reducción de los presupuestos; mientras tú hacías uso de la palabra enlazando frases hechas y chorradas con una fluidez profesional, se me ha rebobinado esta película, y, de una manera involuntaria, automática, a iniciativa tal vez de un adormecido subconsciente autogestionario, me he oído a mí mismo arrancándome con el Venceremos y, con gran y grata sorpresa, algunos compañeros y compañeras —bastantes— que se la sabían se han sumado sin más. Cantando a viva voz, con ganas, casi con la misma emoción de cuarenta y cinco años atrás.
Entonces has dirigido los ojos hacia donde yo estaba, me has mirado, me has visto y me has reconocido. Y te has dado cuenta de lo que estaba pensando. Sólo tú has comprendido lo que pasaba.
Y al final han aplaudido todos, incluido tú.
© Josep M. Domingo