En el aforismo 341 de La Gaya Ciencia, Nietzsche se pregunta qué pasaría si en la soledad de la noche un demonio murmurara en nuestro oído: «Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido, tendrás que vivirla todavía otra vez y aún incontables veces. Y en ella no habrá nada nuevo, sino que cada dolor, cada placer, cada pensamiento, cada suspiro, todo aquello que es indeciblemente pequeño y grande de tu vida, volverá a acontecer para ti, todo en el mismo orden y en la misma sucesión —a la vez, también esta araña y este rayo de luna que aparece entre los árboles, también este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo —y también tú con él, que eres una mota de polvo en el polvo.» ¿Nos desesperaríamos ante un bucle de repeticiones así, sin la posibilidad de introducir el más pequeño cambio? ¿O consideraríamos las palabras de este demonio como la mayor de las felicidades en lugar de como una amenaza?
Sin duda, la mayoría de las personas pensarían que la repetición constante de una parte o de la totalidad de su existencia es la peor de las condenas —casi tan terrible como aquella vida eterna del alma, rodeada de ángeles y coros celestiales, con que amenazan los cristianos. Phil Connors, el protagonista de The Groundhog Day (Harold Ramis, 1993), no es ninguna excepción. Por cuarto año consecutivo, la cadena televisiva de Pittsburgh donde trabaja como meteorólogo lo envía a cubrir el festival del Día de la Marmota que se celebra en un pueblo remoto de Pensilvania de nombre impronunciable, un lugar y una fiesta que odia. Phil (Bill Murray) y los miembros de su equipo —Rita (Andie MacDowell), la nueva productora a quien acaba de conocer, y Larry, el cámara— llegan a Punxsutawney el día antes del festival. La mañana del Día de la Marmota, el radio-despertador que hay en la mesilla de noche del hotel donde Phil se aloja suena a las séis, y el meteorólogo se levanta mientras escucha una canción insustancial —I got you babe, de Sonny & Cheer— y la cháchara de los locutores. De carácter desagradable y cínico, tan sólo quiere terminar el trabajo cuanto antes y regresar a Pittsburgh. Pero su deseo no se verá cumplido: una tormenta de nieve corta la carretera y todo el equipo tiene que volver al pueblo. Phil no sospecha cuánto tardará en salir, ni que aquel será tan sólo el primero de un mismo día que se repetirá durante mucho tiempo.
Al día siguiente se despierta de nuevo a las séis, en el radio-despertador suena la misma canción y los locutores repiten que es el dos de febrero, el Día de la Marmota. El meteorólogo piensa que por error han colocado la grabación del día anterior —¿qué cabe esperar, de aquel par de majaderos?—, pero cuando se asoma a la ventana y ve las mismas personas comienza a percibir que ocurre algo extraño. Poco después baja a desayunar y otro huésped del hotel le pregunta si irá a ver la marmota. Phil todavía cree que se trata de una broma, pero al salir a la calle y comprobar que todo se repite exactamente igual —el anciano que mendiga en una esquina, el antiguo compañero de colegio que lo aborda para venderle un seguro, el charco donde mete el pie cuando se dispone a cruzar la calle…— se da cuenta de que, por increíble que pueda parecer, está reviviendo el día anterior con total exactitud. Su primera reacción es de estupefacción. La sensación de absurdo lo pone enfermo, no puede acabar el reportaje, tira el micrófono y se marcha. Por la noche, al acostarse, rompe por la mitad el lápiz que hay sobre su mesilla y lo deja sobre el despertador para cerciorarse de que la repetición no se producirá de nuevo.
Pero a la mañana siguiente, la misma canción suena en el despertador y el lápiz ya no está partido: la pesadilla empieza de nuevo. Phil, que revive por tercera vez la misma secuencia de acontecimientos, ha agotado ya su paciencia, empuja con violencia al vendedor de seguros y se niega a repetir el reportaje. En la cafetería donde se reúne con Rita, se sienta junto a una pared donde podemos ver tres relojes parados que marcan respectivamente las 4:00, las 5:55 y las 11:30, un fondo perfecto para un personaje que no sabemos muy bien si se encuentra atrapado en un bucle o ha sido expulsado del tiempo. Porque, o bien el mundo continúa su devenir y Phil se ha quedado en un día pasado y del cual no puede salir de ninguna manera, o bien el tiempo se ha parado para todos excepto para él, que constituye la única diferencia en la repetición. Sea como fuere, el meteorólogo se siente angustiado, no comprende qué ocurre y pide ayuda a la productora, que lo manda al médico. Pero ni el médico ni el psiquiatra llegan a comprender su trastorno. Aquella noche, o quizás la noche de otro día —a partir de este momento, la película omite las repeticiones para centrarse en las pequeñas diferencias que el protagonista introduce en la cotidianidad con sus acciones y, en consecuencia, el espectador ya no puede saber con certeza cuántos días transcurren—, Phil se pregunta por qué, de todos los días de su vida, tiene que revivir, precisamente, un día como aquel, tan absolutamente anodino, cuando de repente se da cuenta que su situación tiene también una ventaja interesante: si no hay mañana, sus actos no tienen consecuencias, ya no es necesario acatar las normas.
Phil Connors inicia así lo que podríamos denominar su etapa dionisíaca. Si el tiempo no existe, todo está permitido: puede infringir las leyes, fumar y comer pasteles sin miedo a enfermar, robar un furgón blindado o seducir una chica que, al día siguiente, ni siquiera lo reconocerá. Haga lo que haga, por la mañana volverá a despertarse en su cama con la música de Sonny & Cheer y la cháchara de los locutores. Pero Punxsutawney es un pueblo pequeño y las posibilidades de divertirse son limitadas. Tarde o temprano, ir al cine vestido de cowboy o ligar con las camareras también acaba cansando, y el meteorólogo se plantea un objetivo más ambicioso: seducir a Rita. La productora es una persona amable y generosa, el reverso del egocéntrico y sarcástico protagonista, que tendrá que planear cuidadosamente su estrategia. En cada repetición, vemos como Phil toma nota de sus errores y va corrigiéndolos para mostrarse ante Rita como el hombre que ella desea. Al final consigue un día perfecto. «No se puede planear un día así», le dice la productora. Y con todo el cinismo él le contesta: «Sí, sí que se puede. Sólo hay que trabajarlo mucho».
Pero el día perfecto, que tanto esfuerzo le ha costado planear, no concluye tal como Phil había previsto: Rita no quiere pasar la noche con él y se da cuenta que todo ha sido un montaje, una comedia premeditada. A partir de aquel momento, y por más que lo intenta, todas sus citas acaban con un bofetada. Cómo una parodia de Sísifo cargando con su roca, Phil rehace cada día el mismo itinerario, que indefectiblemente concluye en un mismo final: la bofetada de Rita, la caída de la piedra por la vertiente de la montaña. El meteorólogo se desespera: el objetivo más ambicioso que se ha planteado nunca, lo único que aporta sentido a la serie de repeticiones que constituye su vida, se le revela como inalcanzable. Empieza así una nueva etapa para Phil Connors, en la que el absurdo de su existencia, repetido hasta la saciedad, resulta insoportable. Un primer plano del reloj despertador, justo en el instante en que las 5:59 se convierten en las 6:00 —enfocadas en un impresionado contrapicado, las láminas del reloj parecen caer sobre el espectador como un alud o una maldición—, marca el inicio de esta nueva etapa de depresión y misantropía, en la cual el meteorólogo apenas sale del hotel y se pasa el día en pijama ante el televisor.
Cada mañana, cuando suena el despertador, Phil lo lanza al suelo o lo hace añicos de un puñetazo. Como el condenado que quiere escapar de la prisión, trata de romper el bucle temporal que lo retiene. Se le ocurre que aquel absurdo Día de la Marmota continuará repitiéndose mientras viva el animal que lo protagoniza y, en una tentativa desesperada para acabar con la rueda de las repeticiones, secuestra la marmota, huye de la policía, se lanza con el coche por un precipicio y muere. Pero ni la muerte consigue sacarlo del infierno de Punxsutawney: al día siguiente se despierta como siempre, en su cama, ileso, mientras escucha la canción que le recuerda que se encuentra irremediablemente atrapado.
Este intento de suicidio será seguido por otros muchos, tan infructuosos como el primero. Al fin y al cabo, Phil no puede sino concluir que es inmortal, un tipo muy particular de dios, y sentado en su rincón de la cafetería, junto a los relojes parados, le cuenta a Rita cómo ha muerto tantas veces que ya casi ni existe, y le demuestra que lo sabe todo sobre ella, que conoce a todas las personas que hay en la cafetería y predice con detalle lo que van a hacer a continuación. «Quizás Dios no es omnipotente» —le dice— «quizás es alguien que ha vivido tanto de tiempo que ya lo sabe todo».
Después de esta confesión, Rita pasa la noche con él. Justamente ahora, cuando ya no pretendía seducirla, la tiene a su lado, y Phil agradece la compañía, valora la comprensión y la generosidad de su amiga. Al día siguiente Rita ya no está y todo empieza de nuevo, pero en el meteorólogo se ha producido un cambio radical, como si hubiera tocado fondo y comenzara a salir a la superficie. Aquella mañana le da al mendigo todo el dinero que lleva encima y se muestra amable con sus compañeros. Inicia así una nueva etapa en su particular eterno retorno, una etapa de transformación a lo largo de la cual se interesa por la literatura, aprende a tocar el piano y a hacer esculturas de hielo, pero sobre todo aprende a ayudar las personas que lo necesitan.
Una noche encuentra al mendigo enfermo, lo lleva al hospital y el anciano muere. Día tras día, Phil intenta evitar esta muerte sin conseguirlo, y se da cuenta que el día que vive una y otra vez puede ser también el último para algunas personas. La muerte —la propia y la de los otros— parece ser el límite infranqueable, aquello que no puede modificar. ¿O quizás sí? Por primera vez parece que todo el conocimiento estéril sobre los habitantes de Punxsutawney que ha acumulado a lo largo de tantas repeticiones tenga alguna utilidad: el niño que cae del árbol no se hace daño porque Phil está cada día esperando debajo para recogerlo, y el hombre que se ahoga en el restaurante no muere porque él aparece para socorrerlo en el momento preciso. Y no se trata sólo de salvar la vida de la gente, sino de ayudarlos también con los problemas cotidianos: cambiar una rueda pinchada, procurar un remedio para el dolor de espalda o mediar en un conflicto de pareja forman parte del ajetreado día del meteorólogo. De este modo, cuando llega la noche Phil Connors se ha convertido en el personaje más popular del pueblo.
«La repetición nada cambia en el objeto que se repite, sino que cambia algo en el espíritu que la contempla», nos dice Deleuze a propósito de Hume. Una observación que resulta del todo pertinente a propósito del protagonista de The Groundhog Day. Phil Connors no puede cambiar nada en el día que se repite, se limita a revivir una secuencia, porque más allá del momento presente sus actos no tienen ninguna repercusión. Cada día empieza igual, con el reloj que suena, el mendigo que pide en su esquina —a pesar de que él lo ha visto morir ya muchas veces—, el niño que trepa al árbol desde el cual caerá… Cada día Phil, la única diferencia en el ciclo de repeticiones, el único sujeto en la secuencia —no en balde, Deleuze afirma que la diferencia es justo aquello que aparece detrás de la subjetividad—, introduce cambios que modifican poco o nada el transcurso del día y que no perduran cuando este vuelve a empezar. Pero como diferencia consciente que es, Phil observa las repeticiones y se encuentra sometido a cambios, en un profundo desarrollo espiritual. La extrañeza y el miedo con que vive las primeras repeticiones se transforman, más adelante, en un exagerado egocentrismo cuando descubre que sus actos no tienen consecuencias, y desemboca en la desesperación más absoluta cuando su aparente omnipotencia se estrella contra el desprecio de la mujer que ama y contra la imposibilidad de poner final a su suplicio con la muerte. Sólo cuando deja de actuar movido por el beneficio propio, cuando el interés por los otros predomina sobre su egoísmo, las modificaciones que introduce —a pesar de que no perduran— dejan de ser anecdóticas y banales. Pero el cambio más importante es el que sufre su personalidad: el personaje cínico y egoísta del principio de la película, aquel que no soportaba Punxsutawney ni sus habitantes, se transforma en una persona generosa que convierte la ayuda al prójimo en uno de sus principales objetivos vitales. Reconciliado consigo mismo, Phil Connors encarna, finalmente, los valores del superhombre nietzscheano, que se enfrenta al eterno retorno sin miedo porque sabe que actúa de la mejor forma posible.
Y será precisamente cuando ya no desea abandonar Punxsutawney porque ha encontrado su lugar dentro de la comunidad, que Rita se enamorará de él y conseguirá salir del bucle que lo ha atrapado durante años. Esa noche, después de la Fiesta de la Marmota, cuando Rita descubre que el meteorólogo es una de las personas más populares del pueblo y ve como mucha gente se acerca para agradecerle los favores, lo acompaña al hotel y pasa la noche con él. Al día siguiente, la canción de Sonny & Cheer suena a las séis, pero es Rita quién apaga el despertador. Phil no da crédito a lo que está viendo: Rita todavía está, no ha desaparecido, no se trata de ninguna repetición. Se levanta, mira por la ventana y comprueba que no hay gente en la calle, que nadie camina ya en dirección al parque donde se celebra el Día de la Marmota. Ya es el 3 de febrero, y por primera vez vemos que el despertador marca las 6:01.
A pesar de este final tan paródicamente idílico —la feliz pareja camina por un paisaje que parece una postal y Phil comenta que se quedarán a vivir en aquel pueblecito adorable— el espectador no puede dejar de advertir que algo no funciona en la historia que le acaban de contar. El personaje interpretado por Bill Murray es puro sarcasmo. Quizás en algunos momentos se humaniza —como cuando le dice a Rita que la quiere, pero mientras ella duerme y no lo puede oír—, pero incluso cuando recibe el agradecimiento de aquellas personas a quienes ha ayudado mantiene una pose artificial, que nos induce a pensar que todo aquello es una farsa, una impostura. Ciertamente, una situación reiterada hasta la extenuación no parece el mejor marco para que una persona se comporte con naturalidad, pero en la fiesta final Phil Connors (que no Bill Murray) sobreactua de manera evidente. Su presunta transformación espiritual, la entrega total al prójimo y la encarnación del superhombre nietzschiano se va a pique a medida que la película concluye y empezamos a sospechar que el personaje no se mueve por altruismo, sino por pura vanidad. Más aún, que no ha hecho sino perfeccionar su plan para seducir a Rita, como si se hubiera dado cuenta que para conseguirla no había bastante con cambiar (o fingir que cambiaba), sino que necesitaba transformar el mundo, modificar la visión que los demás tienen de él para presentarse ante Rita con una máscara de Übermensch de Carnaval.
En definitiva, el sarcasmo que destila la actuación de Bill Murray convierte en magistral una película que, con otro protagonista, quizás no hubiera pasado de ser una comedia romántica con un argumento original y un montaje fabuloso. Parece que en un principio se pensó en Tom Hanks para el papel de Phil Connors, un actor que sin duda hubiera encarnado perfectamente el rol del superhombre nietzschiano con muchísima más convicción. Así lo demostró, un año después, en Forrest Gump.
© Anna Salomé. Publicado originalmente en Omnes vulnerant
Qué bien escrito está.
Enhorabuena